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Tomé su mano cuando las chiquillas estaban a pocos pasos. Esta vez sí hablarían. Me senté pegadísima a él. Las miré con fiereza a los ojos. Mi mirada no las hizo inmutarse, mi mirada no podría competir con la alegría de Rosso al verlas acercándose.

Le preguntaron cómo se llamaba y contestó que Mario o cualquier nombre aleatorio y común. Le preguntaron si yo era su novia y volvió a mentir. Aburrida pero sin soltarlo, volteé hacia otro lado. Solamente dos de las chiquillas se presentaron, las otras eran demasiado tímidas para hablar. Se llamaban Clara y Elisa y, efectivamente, eran cuatas. Habían nacido con pocos minutos de diferencia. Quince años. Ninguna de las dos tenía novio. Elisa aventajaba a su hermana en soltura y gracia. Aunque las dos eran idénticas, si tuviera que elegir solo a una, Rosso se llevaría a la menor. Era avispada y coqueta de manera natural.

Contaban que iban a la secundaria. Me aburrieron tanto que preferí pensar en nuestro problema inmediato: ¿dónde dormiríamos? Justo cuando se me ocurrió preguntarles si sabían de un hotel, Elisa le dijo a Rosso que su mamá podía alquilarnos un cuarto de su casa.

¿Completamos para pagar?, le pregunté a Rosso al oído y él me dijo una cifra.

¿En euros cuánto es?

Qué increíble.

¿Sí tenemos?

Son como dos euros, no me avergüences con esas preguntas.

Sentada en la cama miraba mis botas llenas de tierra, sin decidir si me las quitaría. Rosso me había contagiado su nulo entusiasmo, o tal vez era esa cama. No quería dormir en el colchón que nos habían cedido, con sábanas que había usado quién sabe quién.

Un cuadro del Sagrado Corazón de Jesús lleno de polvo nos miraba. Siempre me ha dado miedo ese corazón espinado bajo un rostro impertérrito.

Agradece que no vamos a dormir en una banca del parque, Rosso había adivinado mi decepción.

Lo conseguiste. Querías que viera que este es un pinche viaje mierdero. Lo conseguiste.

Seguramente era el cuarto de las cuatas, no me sorprendería que compartieran una sola cama. Me acosté así, vestida, mirando hacia la pared sobre un cobertor hecho hilachas en un colchón desvencijado. ¿Mi felicidad tenía que ser así, molesta para todos a mi alrededor? ¿Mi felicidad era tan chocante, tan impostada, tan ridícula?

Un año antes, pocos días después de mi tercer intento de suicidio, Ferrán me había llevado al campo a descansar varios días, y abandonada en un corral, descubrí a una pequeña oveja café. Su madre la rechazaba y se negaba a alimentarla. Estaba sarnosa, nadie se había preocupado por ella. La nombré Gretel. La besuqueé aunque Ferrán me pidió que no lo hiciera. La adopté. Era tan bebé, dormía conmigo. Ferrán, asqueado, se iba a otra habitación. Pero antes de Gretel yo no despertaba por las mañanas hasta que a media tarde el peso del hambre me hacía pedir un pedazo de fruta, trataba de ver una película, y volvía a quedarme dormida antes de llegar a la mitad. Con Gretel fue todo distinto, me despertaba para alimentarla, acicalarla, veíamos películas, ella tomaba de un biberón que yo misma le preparaba. Ferrán ya se había mudado de habitación.

Guarda questi occhi di bambolina, le decía yo tratando de que quisiera a la borrega tanto como yo.

¿Para eso sobreviviste?, ¿para andar agarrando animales de granja como si fueran tus hijos? Mejor te hubieras matado, me dijo en español porque no podía negar su lengua materna cuando rabiaba.

Ese día lloré tanto que volví a quedarme dormida durante tres días. No podía simplemente liberarme de Ferrán. Nuestro amor era verdadero, vívido y, por lo tanto, imperfecto.

LOBADonde viven las historias. Descúbrelo ahora