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Mi bella durmiente, me despertó el hombre pasado mediodía, restregándome la barba en el cuello.

Odiaba sus dientes sucios y su camisa tan ordinaria, pero antes de irme bajé a desayunar y lo cargué a su habitación. Ya no podría llegar al trabajo. Quién sabe si me aceptarían al día siguiente.

Iba saliendo cuando vi al gordo bajar torpemente las escaleras.

¿Por qué no tomaste el elevador?, le pregunté al verlo resoplando.

Es que así hago ejercicio, me dijo con el orgullo de quien acaba de correr un maratón.

Me pidió que lo acompañara por la tarde a Bellas Artes porque iba a presentar uno de sus libros. Me excusé diciendo que no podía estar en ningún lugar donde hubiera medios.

El mundo sin Rosso era exactamente igual como había sido un día antes.

Caminé hasta el ciber. Me sorprendía que en esa, una de las ciudades más grandes del mundo, en realidad todo estuviera cerca de todo. Del hotel, que estaba en Reforma, podía llegar caminando a San Cosme, donde estaba el ciber que frecuentaba.

No tendría valor para volverle a escribir a Ferrán. Eso sería como mendigar.

Había buscado a mi madre biológica o a mi hermana para dar con mi identidad, pero no había dado con nada de eso. O sí, y mi identidad era esto: la bajeza, el acostarme con alguien por castigarme, el soportar la suciedad y el asco por comida. Suplicar todos los días, ante el teléfono público, que Ástrid al fin me dijera algo.

Tal vez mi verdadera identidad era sentarme a esperar a que cualquiera llegara por mí a rescatarme.


Hay una mesa de madera y un mantel blanco. Un rústico techo levantado con palos apenas para dar un trozo de sombra. Podría ser en el Mediterráneo, detrás se ve el mar. Al parecer, el clima es cálido, pues todos visten de blanco y tienen ropa ligera.

En primer plano, un hombre mayor de cincuenta años fuma puro y platica animadamente con otro que tiene enfrente, aparentemente de la misma edad, pero mucho más delgado y con el cabello aún negro por completo. Hay otro que está más concentrado en mirar algo que no llegó a ser enfocado por la cámara.

Y un torso. El torso más deslumbrante. Piel morena, hombros fuertes. La piel más recia. Es lo único que se advierte de ese ser que da la espalda a la cámara.

Todos beben vino blanco, hay canastas de pan sobre la mesa, y algunas migajas, lo cual da la sensación de que ya ha pasado la hora de la comida.

Sola entre los hombres, alegre, miro a la cámara mientras fumo. Traigo puesto un vestido blanco de tirantes delgados y el largo cabello negro sujeto en una coleta. Con la mano aprieto una camisa, por el cuello se ve que es camisa de hombre. Quizá es del chico de torso mojado que viene de nadar. Los demás traen Rolex y lentes oscuros, no tengo puesto ningún accesorio, ni tengo cerca algún bolso o celular, pero mi cara deja ver que no lo necesito. Soy deseada. Tengo catorce o quince años. Podría levantarme y con ese único vestido blanco caminar alrededor del mundo.

Mucho tiempo estuve devanándome los sesos tratando de descubrir en qué momento me habían tomado esa fotografía. Tenía la misma edad de la foto, catorce o quince, cuando la encontré en un sobre roto tirado en la basura. ¿Por qué aparecía rodeada de hombres sin que estuvieran conmigo mi papá ni Treviño? Si estaba en la basura era porque se suponía que yo no debía verla. Escondí esa fotografía envuelta en mi vestido favorito y luego la olvidé. Fue el año que dejé de hablar temporalmente.

LOBADonde viven las historias. Descúbrelo ahora