24

1 1 0
                                    


Cuando al fin salí del caos era como si el olor a pólvora me acusara. Solo caminé sin rumbo. El miedo me paralizaba y el miedo me hacía avanzar.

Estaba ahí por un nombre que nunca debía haber escuchado porque a partir de ahí la soñé cada noche, ya no como una añoranza infantil, sino tan blanca como yo en esas fotografías que aparecían de la nada y con tanta oscuridad dentro que me atemorizaba. Ella en mis pesadillas era hermética, irreal, ilusoria. Despiadada me perseguía, quería tocarme con sus dedos finos y largos, pero sus manos eran una trampa: ella es hielo. Me llevaría al averno con ella, al averno congelado de los que no tienen corazón. Ella no avanzaba y por más que yo corriera siempre sus dedos estaban a dos centímetros de mi espalda. Podía sentir la mirada de las cavidades huecas de sus ojos, el aliento de su boca que era una puerta al mundo de los muertos. Siempre tras mi espalda, como una sombra de la que no podía desprenderme, o un signo del cual era inútil renegar. Siempre estaba ahí porque habitaba mi interior, lo más escondido que yo tenía.

Ástrid tenía navajas en los dedos y en los labios.

Tenía cinco años cuando supe que mi madre se llamaba Ástrid. El olor a pólvora me hacía evocar su nombre.


Los dos que ya tenía la habían consumido. Eran cuates. Un niño y una niña. No daban un paso el uno sin el otro, así como antes habían estado ella y Eleazar. Igualitos. Después de lo que le pasó, esos niños se hicieron cargo uno del otro porque ella ya no los atendía. Algo también agarró Eleazar contra los niños. Ya no los quería. Decía que eran hijos de mala sangre. Como si se olvidara que también eran sus hijos. Y sus sobrinos. No soportaba ni mirarlos. Estrellita los miraba embelesada, como si recordara los días en que ella y Eleazar se querían con ese amor que aún no era impuro. Eleazar los miraba con asco, supongo que por la misma razón.

Pero Eleazar, le decía yo, mijo, si tú dejaste que pasara todo esto.

Pero al que viene no lo querría ni aunque fuera mío, me contestó.


Al llegar al departamento ni siquiera me preocupé por cerrar la puerta. No había nada para robar. Yo era un despojo. Por más violada o maltratada, no podía quedar peor.

No podría pasar otra noche a oscuras. Tan solo de imaginar prender una vela y que se reflejara en el espejo tuve un escalofrío.

Si acercas una vela al espejo invocas a lo que vive ahí detrás, me había dicho muchas veces mi abuela.

Tenía miedo a cerrar la puerta y así terminar con la poca luz que entraba. Tenía miedo a la noche. Tenía miedo a la vela.

Tal vez miré con demasiada intensidad mis cabellos tan oscuros.

Tal vez yo la llamé.

Tenía doce cuando secuestraron a mi papá. Ese fue el día que mi abuela comenzó con sus delirios.

Yo estaba en una de las puertas para la servidumbre, asomándome al cajón de una gata que había tenido gatitos. Entonces se oyeron gritos, vajillas rompiéndose. Algunos empleados corrían a la cocina y fui hacia allá.

Mi abuela gritaba que esa mujer era un ave de mal agüero. No se callaba, berreaba y se revolcaba en el piso.

¡Ahí está en la ventana, con sus pelos negros de cuervo! ¡Trae la muerte! ¡Trae pura muerte!

Las empleadas no podían calmarla.

No había nada en las ventanas. Las criadas lograron sentar a mi abuela y le dieron un té. No me dejaron acercarme a ella, pero seguí viendo desde el umbral de la puerta de la cocina. Yo imaginaba que solo se trataba de que mi abuela había visto fantasmas. Así fui y se lo dije a Treviño, quien iba entrando. Corrí a abrazarlo porque tenía miedo.

LOBADonde viven las historias. Descúbrelo ahora