Levantarme temprano, comprar unas donitas en el expendio de pan frío, cambiar de línea un par de veces en el metro. Sería mi décimo quinto día consecutivo siguiendo esa rutina. El día que me tomara un día libre perdería el trabajo y no podía darme ese lujo. Estaba exhausta. Sentía que las ojeras me cubrían la cara completa. No dormía bien por las noches, tampoco comía bien durante el día. Estaba hinchada, las costuras de la ropa se me clavaban en la piel, me ardían. Al salir iría al ciber a sentarme a esperar la respuesta de Ferrán y a mirar por la ventana por si pasaba Bruno.
Al entrar esa mañana al edificio del trabajo, en el primer piso estaba el viejillo acompañado de otro anciano gordo. Pasé de largo sin saludar, como hacía a diario. Enfrascarme en una actividad mecánica, en silencio, me venía bien. Era raro el dinero así, amontonado de manera física. Para mí antes el dinero era más bien un concepto etéreo totalmente distinto. Cualquier cosa que quisiera podría adquirirla porque tenía el derecho a acceder a ella y mis decenas de tarjetas de crédito así lo dejaban claro.
Antes de que terminara el primer paquete me mandaron llamar de abajo. Era el amigo del viejillo que quería invitarme a comer.
No tengo hora de comida, me di la vuelta.
Volvieron a llamarme del primer piso. Esa segunda ocasión, pensar en un trozo de pastel me hizo aceptar la invitación.
Tómate la tarde libre, me dijo el viejillo.
En la entrada me devolvieron mi pistola, el hombre se presentó como un gran escritor, uno que había revolucionado la literatura mexicana pero que no había recibido el reconocimiento merecido.
Tomamos un taxi y me puso la mano en la pierna.
Me siento tranquilo viajando contigo porque vienes armada, me dijo al oído.
Retiré su mano y retrocedí para no oler su aliento.
No tardamos en llegar a un hotel de tercera. Quiso avanzar a su cuarto pero yo me dirigí al restaurante.
Dijiste comida, le aclaré.
Se disculpó, dijo que solo quería cambiarse la camisa, que no lo malinterpretara. Aparte de comer, pedí café y tres rebanadas distintas de pastel. Él solamente se reía.
Traías el hambre atrasada, ¿dónde te cabe tanto si estás tan flaca?
Siguió con ese cuento de que era escritor, que quería que lo acompañara a su cuarto para que me regalara sus libros autografiados. Yo estuve a punto de derramar una lágrima al probar el pastel de chocolate y recordar a Rosso en mi jacuzzi. Rosso en mi cama. Rosso en mi cumpleaños llorando por la gorda. Rosso comportándose tan pinche nena. El alma de Rosso que no podría perdonarme, como tampoco me perdonaba mi papá.
Cuéntame de ti, ¿de dónde sacas ese acento tan bonito y tan enérgico?
¿Quién era para sentirse con derecho de preguntar sobre mi vida?
No, bueno. Yo decía, como tema de conversación. Cuéntame algo de ti. Lo que quieras, dijo ante mi silencio.
Tomé otro trozo de pastel de chocolate y lo saboreé despacio.
Qué rayos me pasa a mí, que quiero llorar gritando. Maldito sea tu amor, cómo te estoy adorando, sentí esas palabras en mi pecho atoradas junto con el pedazo de pastel, un montón de betún y no sé cuántas lágrimas. Mi pequeño iPod ya ni tenía batería, lo había dejado muy escondido en el fondo de mi maleta.
Que dice Augusto que eres hija de un político y que no sabe más de ti.
Así que el viejillo se llamaba Augusto.
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LOBA
Action«Bien fácil distingues al lobo de los coyotes: el lobo es el que mata, el coyote nomás se come las sobras». Una loba que quiere ser libre, ¿podrá sobrevivir sin su manada? Lucy quiere escapar del territorio de su padre, un poderoso y temible polític...