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Me gustaba el viento, el sol que no llegaba a quemar. Trataba de leer pero las palabras no me decían nada. No podía unir una sola frase. Veía a Rosso perdido en el desierto. No había manera de que volviéramos a la Tierra Prometida.

Solo contemplaba la pista de aterrizaje. Me sentí tan niña. Papá no debía tardar. Nadja me decía que Rosso tampoco tardaría en llegar.

Mi abuela extendió su arrugada mano y me dio una fotografía. Era yo vestida de novia.

Una fotografía reciente. Sonrío con una plenitud y una felicidad que nunca he sentido en la vida. Mi boca está a punto de reír. Abrazo a un hombre. No se ve a quién, voltea justo en el momento de la toma. Solo se ve la piel morena de su cuello y sus manos. Mi vestido es excelso, de princesa, inmaculado. Él y yo salimos de una iglesia católica de arquitectura californiana y eso me desconcierta porque a pesar de mi pésima relación con la parte evangélica de mi familia, el protestantismo me parece menos ilógico que el catolicismo. Llevo el cabello suelto, lacio, y con un crepé en la coronilla, justo como aparezco en las fotos de la boda de Miry. Me veo de dieciocho, tal vez veinte años. ¿Y quién era ese hombre? ¿Y quién era yo? ¿Y por qué en las fotografías sí lucía feliz?

Quise encarar a mi abuela sin saber cómo. Interrogarla. Pero yo no tenía voz para ella y ella no tenía voz para mí. Rosso también estaba ahí, él sí podía preguntarle.

Es Estrellita, ¿ya no te acuerdas de ella?

Y ni sabíamos qué iba a pasar, si iba a haber dinero para la boda. Ya ves que con el sueldo de maestro de tu papá, qué se iba a poder hacer algo así bonito.

A ratos ella contaba la historia, y a ratos la contaba Rosso.

En aquellos tiempos no se necesitaba estudiar tanto para ser maestro. Yo le di a tu papá la educación que pude, y él también se labró solito, sin una sombra, sin más apoyo que el de su madre. Y tu papá así, solito, solito, hasta a la milpa se llevaba los libros. En la noche se quedaba dormido estudiando y a mí me daba miedo que se fuera a quedar dormido y tirara un quinqué. Si allá en el rancho no había luz ni nada de eso.

No tenía nada que ver la vida de mi papá como maestro rural con la fotografía esa, que se veía muy reciente y en un contexto de ciudad, no en el rancho cincuenta años antes.

Qué bonita y qué feliz me vía en esa foto.

Pues namás se hizo maestro, y la muchacha se le fue a meter entre ceja y ceja. Si sí, era la hija más bonita del mentado don Damián, pero ya estaba pedida la muchacha, y allá en el rancho las cosas no son como acá. O se cumple la palabra o corre sangre.

Entonces mi abuela y Rosso, a la par, comenzaron a contar la historia, como si fueran un coro.

La muchachita era así, interesada. Creía que tu papá siendo maestro iba a ganar mucho dinero. Pero si eso no deja. Pero ella era así, le gustaban los nombres, los saludos de la gente. Si después que se casaron se le llenaba la boca cuando decía que era la esposa del maestro. Y sí, se sabía muy bonita, era blanca, blanca, pero tu papá también era muy guapo, muy gallardo él. Parecía de esos que salían en el cine.

Me aturdían.

Tu problema es que eres muy alzada, mija.

Quién, ¿Lucy?, intervino Rosso.

No, Estrellita. Era muy alzada esa muchacha. Se le olvidaba que venía de rancho, que tenía el mismo origen que todos nosotros. A ella se le había olvidado todo eso. Cuando nos fuimos del rancho a Monterrey, empezó a decir que era gringa. Qué gringa iba a ser. Sí tenía la piel muy blanca, blanquísima, pero los pelos los tenía negros de urraca, azules de tan negrísimos, le brillaban. Y ella decía que era gringa y hasta hablaba en inglés, pero pos si el inglés se lo sabía por la pisca, era puro inglés de campesinos, de paisanos, como uno. Qué gringa ni qué gringa.

LOBADonde viven las historias. Descúbrelo ahora