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La última vez que soñé que tenía un hermano fue la primera noche que dormí con Rosso. Fue ese día que Rosso me preguntó por El Cielo y yo le dije que lo llevaría saliendo de clases.

Pocas veces había tenido la necesidad de acercarme a un hombre, por eso no sabía cómo decirle que se metiera a mi cuarto. Fue él quien asumió que iba a quedarse.

¿Y yo dónde voy a dormir? ¿Solo? ¿Solo en esta casa tan grande?

En mi cama Rosso estaba boca arriba y miraba el techo como si pudiera ver a través de él y contara las estrellas. Me recriminé porque nunca se me había ocurrido pedir que me pusieran un techo transparente, así mi felicidad hubiera sido completa en ese momento.

Puse la cara encima de la suya, muy cerca.

Cuando era niña, un día mi abuela me oyó pidiéndole a Dios que si me mataban, que fuera de una sola bala.

Aún no sé por qué lo dije, fue como un desahogo, como si durante años hubiera estado esperando tener a alguien con quien hablar. Sigo recriminándome todo lo que le conté. No sabía en ese entonces que mi voz era sentencia de muerte.

¿Y luego?, preguntó.

Pues nada, que me oye mi abuela y que me castiga. Me puso a rezar cien aves marías.

Rosso empezó a reírse y a mí también me ganó la risa. Nos carcajeábamos. Nuestras narices rozaban y reíamos más.

Me asomé a su boca, a sus dientes, y su risa era una puerta que yo jamás podría atravesar. No lo supe en ese momento porque era la primera vez que nos acostábamos.

Cuando iba a besarlo me preguntó si las había rezado todas.

Obvio no.

Dejó de reír porque le puse un dedo sobre los labios y tuve que contenerme para no abrirle la boca y mirarle más de cerca los dientes. Como lo había hecho con Nadja. Mi hermosa tigresa blanca ya tenía nombre.

El vientre de Rosso era blanco como el de mi gata, apoyé en él la frente mientras Rosso decía que le hacía cosquillas.

Esa primera noche en mi cama yo debí entender que esa escena anunciaba todo lo que sería nuestra relación: por más que yo lo abrazara, por más que yo tratara de metérmele por la boca, él siempre estaría mucho más adentro de su piel. Él nunca necesitaría de nadie, o al menos, no de mí.

Lo dejé voltearse hacia la ventana y concentrarse en un árbol mientras decía que al contemplar tantas hojas al fin sabía lo que era el infinito. Quién sabe cuánta yerba había fumado en el balcón mientras yo me duchaba.

Si digo que esa fue la primera vez que nos acostamos, lo digo en el sentido literal de las palabras. Rosso siguió observando al infinito hasta que se quedó dormido. Yo no pude hacerlo de las ganas que tenía de que él me deseara.

A las cuatro de la mañana marcó Ferrán pero no le contesté.


Justo entrando a Nuevo León, recostada sobre el pecho blanco de Rosso, recordé esa primera noche y ese primer sueño con él: Rosso caminaba sobre el mar, quizá estábamos en Mikonos. No me conoces, decía, porque soy tu hermano. Entonces me quitaba la blusa y decía que no importaba que mi piel fuera oscura y la suya fuera clara. Éramos hermanos.

La primera vez que nos besamos fue en sueños.

Desperté en la camioneta. Apenas íbamos a pasar por Saltillo. Pensé que estar con Rosso siempre me provocaba una sensación de irrealidad. Traté de explicarle cuán onírico se volvía el ambiente cuando estaba junto a él.

LOBADonde viven las historias. Descúbrelo ahora