Las monedas no duraban en mis bolsillos. Con tres compraba una tarjeta telefónica para marcarle a Ástrid. A veces sabía que estaba del otro lado de la línea, escuchando, y solo decía «ajá» cuando creía que dejaría de hablar si no tenía una señal suya. Hablaba de Rosso, de Ferrán y de Gretel. Nunca mencioné sus nombres: el chico que había querido, con el que había vivido, mi borrega. Decir sus nombres sería contarle mucho, y ella no me había contado nada a cambio. De pronto la tarjeta expiraba y se cortaba la llamada a la mitad de una descripción de mi mascota, de sus mañas para abrir las puertas y balar desde el pasillo para despertarme, del tacto de su nariz fría.
Había tenido que vencer mi asco a los teléfonos públicos. La primera vez que levanté uno, al poner el auricular en mi oreja no daba línea: estaba embarrado de algo que parecía galleta con chocolate. La gente vive en las condiciones que ella misma provoca, merece las condiciones en las que vive. Yo era parte de esa gente.
Mi frágil voz no entendía esta ciudad tan hablantina, tan exasperante. El «perdón, eh», «con permisito», «provecho», «mamacita», «¿vas a bajar en esta estación?».
Despojada de mi iPhone, no tenía manera de hablar con nadie que hubiera sido parte de mi vida anterior.
Quizá podría escribirle un correo a Ferrán, sincerarme con él y contarle lo que me había pasado. Pedirle que me comprara un boleto para volar de regreso a Roma. A Ferrán podría contarle todo, cualquier cosa. Pero contarle así, dejarle mi mayor humillación por escrito, que estaba totalmente abandonada por todos, absolutamente sola, que por más que me bañara con agua fría no podía sacarme el sentimiento de culpa. Necesitada.
Sería el correo más patético del mundo. Me avergonzaba solamente el hecho de pensar en dejar ahí las primeras palabras: «Te necesito».
Debía ser una figura ridícula ahí parada junto al teléfono público, desconcertada con una tarjeta agotada colgando de la mano. Con veinte pesos en la bolsa decidiendo si gastar diez en el ciber café. Sopesando los riesgos de gastar, decidiendo si podría con la humillación de contarle a Ferrán, sobre todo por escrito. Pensando las palabras: «Te cuento que papá me echó de casa. O no me echó, pero no me deja volver ni con él ni a su vida. No quiere saber nada de mí. Murió el chico que era toda la luz de mi vida. Resulta que tengo una madre biológica. Se llama Ástrid. Ella tampoco quiere saber nada de mí. Pero a ella no la vi, parece ser que a quien vi en Monterrey fue a mi hermana. No sé cómo se llama pero también le digo Ástrid. Y yo estoy en la capital del país, en medio de la nada. Esta capital no es tan bonita como en la que vivimos. Nadie quiere saber de mí. Nadie me dice cosas lindas como que debería ser modelo, que debería ser actriz. Nadie me invita a pasar fines de semana en destinos agradables. Necesito que me compres un boleto para poder regresar a casa». ¿Así? ¿Sin ningún «te extraño»? ¿Sin ningún «en las noches me toco pensando en ti»? ¿Así, con verdades a medias? ¿Sin poder decirle «me toco pensando en ti, en Rosso, en Adán, en Treviño, en todos...»?
Y si Ferrán me comprara el boleto, ¿tendría el valor de irme sin haber conocido a Ástrid? Mi carta total y absolutamente sincera para Ferrán tendría que ser una donde le dijera de su olor y de mi necesidad de volver para estar con él y dejarlo luego, para buscar a todos mis hombres. Que cuando vivía con él me sentía oprimida, esclavizada, por eso lo extrañaba cuando me iba a Monterrey y lo buscaba en todos los regios. Que lo amaba porque sabía todo de mí, hasta eso. Que lo amaba porque con él podía hablar de Rosso. Necesitaba volver con Ferrán, estar en paz para rezar por el perdón de Adán y Rosso. Esa debía ser mi carta sincera, mi declaración de amor a Ferrán.
Seguía parada junto al teléfono público, cansada pero sin atreverme a recargarme en la pared. A media cuadra vi a un chico con el cabello algo largo y suelto. ¿Caminaba hacia mí? Ojeroso. Radiante. Ese chico, lo supe en ese momento, no tenía un miserable trabajo de seis días a la semana, no tenía un horario de llegada ni de salida. Simplemente vivía y hacía lo que quería. Ese chico que latía así, en su propio espacio, para sí mismo, no se veía afectado por la falta de aire ni por la falta de Dios. Él era solo y no necesitaba nada, era pleno en sí mismo, era su propio Dios y su belleza era su testimonio. No veía a nadie, ni siquiera volteó a ver a la rara junto al teléfono público: se bastaba a sí mismo. Sobraba. Tenía una playera blanca desgastada y unos pantalones de mezclilla baratos. No necesitaba más. Irradiaba tanta luz que seguramente hacía arte, supuse que hacía cine, como Ferrán, o fotografía. Tal vez era artista visual.
Abrió la puerta del Chevy rojo estacionado junto al teléfono. Lo abordó y le quitó el bastón del volante, uno de esos que la gente utiliza para proteger los autos baratos que nadie quiere robar. A menos de un metro y medio de distancia yo seguía mirando su rostro y él ni siquiera se daba cuenta. Sus facciones me eran tan familiares que en él pude mirar el rostro de Rosso, aparte de su complexión delgada, y la estatura. Su cara era como si hubieran mezclado la cara de Rosso y la mía. Era como si ese chico fuera nuestro hijo.
Arrancó y se fue. Cuando yo más lo necesitaba se fue.
Me paré donde antes había estado el Chevy y lo seguí con la mirada hasta que se perdió de vista.
El auto tenía sobre la puerta trasera el nombre de un grupo musical que había escuchado un par de veces en la estación de radio hípster que sintonizaba el viejillo de traje verde para, según él, ver qué oían los jóvenes. El grupo ni siquiera era famoso, regalaban los pases para sus tocadas. Seguramente todavía ni tenían fans que pusieran calcas con el nombre de la banda en sus autos.
En vez de irme gritando como loca detrás del auto, entré al ciber y busqué el nombre de la banda. Buscando las fotos de los integrantes, di con el mío, Bruno. Vi sus fotos, los videos, los mensajes que le ponían en su site, me enteré de que vivía con una chica, dónde tocaría el grupo próximamente. Bruno. Vi las mismas fotos muchas veces, sin dejar de estar al pendiente del tiempo.
Quise entrar a mi cuenta de Facebook, pero al parecer, había sido cancelada. A mi correo sí pude entrar. Cuando todavía me quedaban catorce minutos para agotar mi hora, le escribí a Ferrán la versión sincera de mi petición. Terminé mi correo con:
«Afuera había un chico. Ni siquiera se me acercó. Ni siquiera puedo hablarle porque es como si yo ya no fuera nadie. Mi voz, cuando puede oírse, ya no tiene nada que decir. Eres mi puerto. Necesito regresar contigo para poder irme con todos».
Yo solo era una chica morena de baja estatura y negro cabello lacio muy largo. Yo era como cualquiera de las chicas de esta ciudad. Como cualquiera de ellas, me dije al descubrir mi reflejo en un edificio de Reforma. Al salir del trabajo, en la estación del metro, había comprado unos flats porque los zapatos altos me mataban. Mal hechos y de material corriente, increíblemente los flats me habían costado lo de medio día de trabajo. Al verme así, tan bajita, con mis rojos zapatos baratos y feos, supe que era como cualquiera de ellas. ¿Así se sentía ser pobre? ¿Ser pobre era ser imperceptible, tan común como todos, una copia de los otros, pertenecer a una comuna de elementos genéricos?
Alguna vez, mientras esperábamos para entrar a clases, Rosso me había acariciado el torso por debajo de la blusa.
Te cortaste, dijo reconociendo las cicatrices.
Qué loco que tú también te cortes. ¿Fue anoche?, insistió, pero en eso llegaron sus amigas con la cantaleta de que una de ellas cumplía años.
No quería pelear con él ni con las gordas. Mandé por pasteles y capuchinos para todos los del salón, para los maestros, para los que pasaran. Rosso y yo nos pusimos tan de buen humor que nos besuqueamos largo rato frente a las gordas, nos emborrachamos en la camioneta y terminamos comiendo pastel de chocolate en mi jacuzzi. No recuerdo un día que hayamos reído tanto. Cuando despertamos pedimos cerveza y pastel de mango. Faltamos a clases, vimos películas toda la tarde.
Era la deliciosa modorra de vivir en El Cielo.
Y yo me había caído del Cielo. Era una como cualquier otra.

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LOBA
حركة (أكشن)«Bien fácil distingues al lobo de los coyotes: el lobo es el que mata, el coyote nomás se come las sobras». Una loba que quiere ser libre, ¿podrá sobrevivir sin su manada? Lucy quiere escapar del territorio de su padre, un poderoso y temible polític...