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Y todos estos años su nombre de pólvora había estado escondido en mi mente.

Debió ser por el arsenal que tenía mi papá sobre la mesa y que mandó retirar cuando llegué.

Quizá fue por mover de lugar algo que ocupaba tanto volumen en mi cerebro.

Tal vez por la intromisión de mi abuela a quien hacía años no veía.

Por la sentencia de mi padre de que no me dejaría volver a Roma hasta que tomara en serio el taller de periodismo.

La tibieza de Nadja sobre mi regazo y el encanto roto en cuanto me mordió la mano.

O que papá no dejaría que me trajeran a Gretel para poder cuidarla yo misma.

La muy a la ligera llamada de atención por lo del desierto, que me dejó ver que papá ni se había enterado de lo de las trocas ni de lo de los malos.

Esa sensación de tener veintiún años y seguir siendo tratada como una niña.

Porque, ¿cómo puede madurar alguien a quien se le oculta el nombre de su madre?

Fue su nombre, mi abuela, Gretel, las palabras de Rosso recordándome que jamás podría irme.

Vomité en cuanto me puse de pie para volver a mi recámara. La migraña era una mancha que se inflamaba, se ponía como cortina sobre mis ojos, tomaba mi cuello y no me dejaba respirar.

Treviño me llevó cargando al cuarto, no tardó el médico en llegar. Me inyectó y casi de inmediato caí en un profundo sueño.

Me veía correr por un prado de un verde totalmente inverosímil, casi lima, casi naranja, como de foto con filtro de Instagram, como de esas fotos de hace años que uno ve y jura que en ese entonces era plenamente feliz, aunque no sea cierto.

No me veía a mí misma, pero sabía que corría con uno de esos vestidos de encaje que me mandaba a hacer la abuela.

No veía más que todo lo verde de los bosques del sur de Nuevo León y el aire era fresco.

No se vaya a caer la niña, decía mi abuela, mientras yo seguía corriendo, creyendo que llegaría a algún lado.

Y por alguna rara razón, mientras corría a ratos, mientras avanzaba a caballo, oía su voz:

Era muy bonita mija, la Estrellita, cómo no me iba a doler verla pasar tantas penurias. Cuando se la robó Eleazar no tenía nada, no tenía un peso. Me la trajo en la noche y me dijo: Ahí se la dejo, amá, nos vamos a casar. Y al rato me acompaña porque vamos a pedir su mano. Y era una cosita tan menudita, que yo creí que cualquier día se nos rompía.

No se vaya a caer la niña.

Eleazar no la quería al principio, pero ella ahí estuvo, ahí estuvo, hasta que se le metió por los ojos, hasta que se fugaron juntos, ese día que me la llevó a la casa.

No se vaya a caer la niña, seguía diciendo mi abuela, entonces me di cuenta de que ya no corría, iba montada en un caballo, me sujetaba de sus crines, y cada vez el aire era más cálido.

Si yo no sé qué le viste a esa muchacha, puros problemas que daba, paría hijos como si pariera perros. Yo sabía que en cualquier rato se iba a romper.

Ya cállese, mamá, oí la voz de mi padre.

Desperté.

Bien sabes lo que digo, paría hijos como si pariera perros. No quieres que lo repita porque es la verdad.

LOBADonde viven las historias. Descúbrelo ahora