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Que dice su papá que si va a bajar a desayunar.

Pero si me acabo de acostar.

Eh... bue... este... ¿quiere que le diga que está enferma?, la voz del otro lado de la línea sonaba frágil.

No, ya voy, ¿cuánto tiempo me dio para llegar?

Diez minutos.

¿Cuánto cabe en diez minutos? ¿La regadera, el maquillaje, la ropa, la sonrisa forzada, la alegría falsa, la tristeza de no haber despertado junto a Ferrán ni junto a Rosso ni junto a Adán?

Bajé y papá hablaba por celular.

Me vienen aquí a aventar los muertitos, no son nuestros, los aventaron. A ver si se van llevando sus chingaderas porque lo más fácil es aventar y deslindarse de responsabilidades.

Me senté a la mesa, aliviada de que papá estuviera distraído en su llamada y no se diera cuenta de que llegaba tarde.

Y ya no me hablen ahorita, estoy desayunando con mija. Arreglen eso.

Terminó la llamada abruptamente sin que hubiera alcanzado ni a llevarme un sorbo de café a la boca. Le sonreí. Ahora vendrían los reproches: el desierto, las clases, Rosso en la casa.

Mija, me puso la mano en la mejilla.

Mija, qué es esto, movió mi barbilla para mirarme mejor.

Me caí.

Pues ya no ande de pendeja, mija, fíjese dónde anda, me miró por encima de sus lentes con una cara seria, como si él sí supiera por dónde iban mis pasos.

¿Cómo estás, papá?, dije soltándome.

Decía que la situación, el país, los ineptos, los medios tan bestias. Yo miraba cuánta comida quedaba en su plato, para ver cuánto tiempo me faltaba para desmaquillarme y volver a meterme en la cama. Entonces llegó mi abuela y, como si fuera un gesto cotidiano, se sentó con nosotros. Ni papá ni yo le dijimos nada, hacía años que no cruzaba palabra conmigo.

Y ese muchacho que viene a la casa qué.

Es un compañero de la escuela.

Ahora papá tenía varios caminos para sermonearme, mi desatendido taller de periodismo, Rosso, el desierto... pero no fue papá quien habló, sino mi abuela.

Luego los muchachos se roban a las muchachas. Esos, los guapos, son los que más se las roban, como ese que traes tan pálido y flaco que parece una veladora, ¿no estará enfermo?, dijo y tomó un pan francés del plato de mi papá.

Él y yo sonreímos. Papá pidió unos chilaquiles al ver su plato vacío.

¡¿Y por qué las tortillas de harina están todas masudas?!, reclamó mi papá.

Es que tuvimos un pequeño accidente en la cocina, se ruborizó la mesera.

¿Cómo que accidente?

Es que la gatita andaba en la cocina y le mordió el pie a la muchacha que hace las tortillas, y a nosotros no nos quedan como a ella.

Papá reclamó que por una mordida de gata hicieran tanto desmadre.

Este... fue la gatita de la niña... la tigra. Estaba jugando, fue sin mala intención, pero a la muchacha se le veía el hueso y la tuvieron que llevar al hospital.

¡Con una chingada!, iba papá a empezar a gritonear, de buenas que lo interrumpió mi abuela.

¿Es tu esposo? Todavía me acuerdo de tu boda, bien bonita.

LOBADonde viven las historias. Descúbrelo ahora