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Me sorprendió que el baño estuviera limpio, de cualquier forma, mientras volteaba buscando un papel para no tener que tocar el grifo, la descubrí mirándome a través del espejo.

Por instinto me llevé la mano a la Glock, porque uno nunca sabe cómo reaccionar cuando tiene enfrente un fantasma, la muerte, cuando ve desde fuera el cuerpo propio revisándose el labial frente al espejo, acomodándose el cabello.

Supe que conocía su nombre, pero no lo recordaba, o mi lengua era la del olvido, y por eso no podía mencionarlo.

Cabrona, estás igualita.

No sabía si confiar en ella o en el espejo. Yo era una, dos, tres, cuatro. Ella no era mi reflejo. Yo no era ella. Ella era otra.

Ella vio que en mi lengua se atoraban las palabras, se atascaban ante una barrera invisible. Se rio.

Tan pendeja.

Tal vez con su lengua quiso destrabar mi boca, por eso me besó como se besa a lo que se ama y no se tiene.

Vine a conocerte, me contaron que ibas a estar aquí. Qué, ¿tú tampoco hablas?

Tenía mi edad o pocos años más.

Necesito que me busques. Vas a marcar este número el día que puedas viajar sola. Que sea rápido o ya no nos vemos. ¿Sí sabes quién soy, o...?

No terminó su frase. Salió. En el bolsillo del pantalón me había dejado una tarjeta que decía «A» y un número de celular. El espejo estaba justo frente a la puerta. Volteé a ver si la había visto o la había soñado y encontré a Rosso, asustado, parado en la puerta.

¿Qué te dijo?

El beso de ella era demasiado pesado para cargarlo yo sola. Tuve miedo de meter la mano a mi bolsillo y descubrir que la tarjeta había sido aire. Fui detrás de Rosso y le dejé en la boca todos mis años de orfandad.

Él me preguntó por qué estaba temblando, qué me había dicho.

Quise explicarle y no pude. Quise contarle de la belleza que acababa de presenciar, compartirle que las fotos mías que no comprendía ya tenían sentido, pronunciar ese nombre, cantar junto con él alguna de sus deprimentes canciones, decirle que era bello como nadie, que su piel helada era mi mayor imán, quise que mis últimas palabras no hubieran sido «tú no me quieres»... y no pude emitir un solo sonido.

La belleza, una vez más, no era para describirse sino para contemplarse.

Ese, mi cielo, era un momento cercano a terminar, irrepetible. Si yo hacía un solo ruido, ese espejo que reflejaba mi cielo iba a romperse antes de lo debido. Pero cuando el peso de mi silencio cayó certero, irrebatible, impostergable, sobre mí, cuando lo descubrí aprisionándome nuevamente, me solté a llorar de manera incontrolable.

Los muchachos llegaron corriendo, Treviño llegó a controlar la situación.

Qué le dijeron.

Pero yo no podía hablar.

Apenada, inutilizada, me señalé la boca.

No pasa nada, no pasa nada, me abrazó.

Treviño, sereno o aparentando serenidad, me tomó de la mano, la besó, me pasó el brazo sobre los hombros y me condujo hacia fuera.

Tiene que descansar, mija. Y va a soñar que canta mucho, así como hace rato. Va a ver que mañana despierta como si nada.


LOBADonde viven las historias. Descúbrelo ahora