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A la mañana siguiente pedí el almuerzo a mi habitación. Nunca imaginé que fuera Ástrid quien me lo llevara.

Entró en silencio y puso la bandeja de comida en la mesita. Hurgó en mi armario y sacó un cambio de ropa. Se sentó junto a mí en la cama.

Tú traes algo dentro, yo lo sé. Y eso que traes no debe nacer aquí. Mis hijos andan azuzando al Lobo con lo que más ama. ¿Y tú crees que el Lobo se va a quedar de brazos cruzados?, ¿que va a permitir que se burlen de él? Eleazar va a venir contra estos, que no son más que lobeznos, y ahora sí me los va a matar. Vete ya, o va a matarme a mis hijos de mi corazón. Compréndeme tú, que también eres madre.

Me extendió el pasaporte de Adria.

Lo robé para ti, me dijo.

Ástrid entretendría al chofer un par de horas, fingiendo necesitar ir a la casa de Adria, luego haciéndose la extraviada o pidiendo ir a algún otro lado. De esa casa salí por mi pie, con lo que llevaba puesto. Junto a mis costillas mi Glock y una bolsa de supermercado enrollando mi dinero, pegado con cinta bajo mi seno derecho.

El corazón se me salía por la boca. Llegué a una librería que tenía al lado un sitio de taxis. Cuando abordé, me di cuenta de que tenía otro sangrado. Le pedí que me llevara al hospital.


En el monitor su corazón ya no vibraba. Ahí tenía que estar, pero no estaba. Ahí tenía que vivir, pero no vivía. El médico dijo que me darían antibiótico para intervenirme en unas horas. Querían sacarme a mi hijo. A mi hijo muerto. Pero yo tenía que ser su tumba. Al menos tendría que servir para eso. Yaceríamos juntos en el fondo de la tierra, ahí donde comienza el infierno.

Me dijeron que tenía que entrar a cirugía, pero yo solo necesitaba irme. Arrojar mis monedas a la calle. El iPod. La pistola. No tenía más propiedades. Poder matarme al fin. Mi hijo no alcanzaría a infectarme. Él estaba dormido y yo tenía que alcanzarlo en su sueño. Vigilar su sueño.

Mi alma, como su corazón, ya no latía.

Me levanté para vestirme pero me sentaron en la silla de ruedas para llevarme a un cuarto para limpiarme. Como si yo fuera una vaca. Como si yo fuera Sexy. En la camilla una mujer me aplicó un enema. Yo ya no controlaba ni la entrada ni la salida de los fluidos de mi cuerpo. Quise pedir una toalla sanitaria. La enfermera me miró entre las piernas como quién se asoma a una ventana.

¿Cómo pelear si no podía ni dejar de temblar?

Está bien, así va a pasar.

Esterilizada. Estéril.

Mi siguiente camilla fue en el área de maternidad, junto a los cuneros, junto al llanto de los recién nacidos. Tantos hijos que no importaban porque ninguno era el mío.

Cuanta enfermera quiso podía asomarse entre mis piernas. Cuanta quiso me abrió las venas. Cuanta quiso me daba su opinión.

No se preocupe, ya no llore, va a ver que pronto se vuelve a embarazar.

No llore, en el cielo ya tiene un angelito.

Quería darles un tiro en la vagina, a ver si ellas no lloraban.

El llanto por mi hijo ni siquiera pude hacerlo en soledad.


¿Qué vamos a hacer con la niña? Nació así, chiquitita. Nombre, esas niñas no se logran. Así nos decían. Esa niña se va a morir, nos decían. Esos no se logran. Lo hubieran dicho de un hijo mío y les hubiera roto la boca. Pero tu Estrellita no decía nada, no le importaba que estuvieran hablando de su hija. Ni con los ojos. No decía nada. No le importaba si la niña vivía o moría. Yo la cuidaba porque, pues era cierto, los niños así de chiquititos no se logran. Y si se lograba, ¿para qué se iba a lograr? No había padre o madre, no había nadie para ella.

¿Qué vamos a hacer con esa niña, Eleazar? Me tronaba los dedos, me daba miedo preguntarle a tu papá. También sabía que si te nos morías él no iba a poder. Ahí se iba a acabar todo. Él se había aferrado a ti como si fueras la única familia que hubiera tenido nunca. Ni a mí me veía con tanto afán. No me veía para nada, ni a sus hijos. A tu mamá ni se diga.

Tú eras puro huesito, mamacita. Naciste porque Dios es muy grande. O el Diablo, que siempre cuida de los suyos.

¿Qué vamos a hacer con esta niña?

La que se encargó de ti fue tu tía Tina. Noche y día ella estuvo ahí. Ya tu mamá no hablaba, se hacía encima. Un día en la mañana no se quiso levantar. Podía caminar porque ya estaba bien, pero era como si hubiera muerto.

Eleazar, para castigarla, la mandó a vivir allá, a las colonias. No había luz ni calle para allá. No nos dejó que la viéramos, ni a los niños. Los mandó allá a los tres solos.

Tina se casó y tuvo sus hijas.

Tú nunca supiste nada de eso porque tu papá volcó todo su amor en ti: eras la luz de sus ojos.

Tú crecías entre lujos y tus hermanos no tenían ni comida.


Piensa en la palabra que más te gusta, dijo el anestesiólogo.

Chocolate.

Fue como si toda la habitación se volviera dorada.

Me fui.

Quería peinarme. Mi casa era como la de Peter Pan en un árbol. Era un lugar fresco. Las paredes musgosas me rodeaban y de mi tocador también nacían pequeños brotes de plantas. Había talqueras, maquillaje, desodorantes, pero yo solo buscaba un cepillo en esa verde y caótica superficie. Como si fuera una habichuela viva, una semilla de luz pasó dando saltos entre mis manos. No pude sujetarla. La semilla brincó al suelo y salió de mi claro de bosque. Brincaba entre los adoquines del pavimento y yo no quería que nada la tocara. Corrí detrás de ella. Me cansé tanto que apenas si podía respirar. Corría a pesar del vestido rosa de princesa que me arrastraba. Pude al fin sujetar a mi haz de luz porque ya era del tamaño de una pelota de beisbol. No podía perderse en la ciudad, no podía dejar que le hicieran daño. La abracé contra mi pecho y se convirtió en un conejito. Creció y se convirtió en perro, y a medida que crecía, aumentaba su fuerza, la fiereza con la que buscaba salir de mis brazos. Era entonces un pato, lo aprisionaba contra mí porque no podía dejar que sufriera. Era mi deber cuidar a mi haz de luz. Y entonces se convirtió en un sapo que me erizó la piel. Le temía. No lo sueltes, me dijo mi propia voz. No puedes soltarlo. Es tu obligación cuidarlo. Con los ojos cerrados lo apreté contra mí, obligándome a protegerlo. Obligándome a amarlo. No lo sueltes, se convertirá en pantera, será fuerte, será recio. No lo sueltes, pensaba. Y ya no era un sapo, era un haz de luz del tamaño de una pelota de futbol. Su fuerza empujaba mi pecho y mi vientre. Resbaló de mis brazos y yo grité al correr tras él. Pero avanzaba a grandes saltos y en una caída, la más estruendosa, se dividió en cuatro. Cuatro seres de luz que se convertían a voluntad en gatos, cajas matruschkas, conejos, Gretels, enanos. A cada brinco eran seres distintos, y cuando al fin pude ponerme en medio de los cuatro, se desintegraron. Se convirtieron en polvo de luz, estruendosa pirotecnia que se elevaba al cielo.

Todos los animales aman a Dios.

El alma de mi hijo había sido tan pura como la de cualquiera de ellos.

LOBADonde viven las historias. Descúbrelo ahora