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La siguiente semana fui a trabajar solo dos veces y rechacé la tercera propuesta porque me hice una prueba de embarazo que salió positiva. Lo que le dije a Adria fue que tenía fiebre.

Dentro de mí no solo había ganas de morir: había algo menor al tamaño de un grano de arroz, vibrante, viviente. Mi hijo. La razón del dolor en los senos, de mi repentina alegría, de que por primera vez en mi vida estuviera plantada en eso llamado «esperanza».

No pude dormir. Era la primera noche que dormíamos juntos teniendo yo conciencia de ello. Lo único urgente en mi vida era encontrar una manera para referirme a él. No sabía si era él o ella y faltaba mucho para saberlo. Quería que mi panza ya fuera enorme para sentir sus movimientos, saberlo vivo.

Dormía en cama prestada pero no sentía que habitara en el desamparo. Mi bebé estaba conmigo. Yo era su padre, yo era su Dios.

A mi propio Dios le pedí que le diera un alma para mi hijo. No importaba que fuera aún milimétrico, que le diera un alma para que lo quisiera y lo cuidara siempre.

Quise recordar muchos libros, autores, quise tener un Decamerón, Las mil y una noches, una Biblia a la mano. Necesitaba un nombre.

Me vencía el sueño y su nombre llegó así, en la vigilia.

Un nombre de hombre. Si fuera niña también la llamaría así. Un nombre fuerte y melodioso. Adriel. Ejército de Dios. Estratega militar, amante de la belleza. Mi herencia sería su nombre, en él le entregaría mi fortaleza y mi protección. Ni Adriel ni yo tenemos padre. Estamos solos. Mi cuerpo es su casa. Mi casa es esta ciudad que no conozco, que me pela los dientes, que me repele. Mi cuerpo es casa soleada para él, casa tibia donde hay música y descanso, comida, luz. Mi cuerpo es su abrigo. Un abrigo que quiere crecer y ensancharse, albergarlo. Mi cuerpo que lo alimentaría, que le daría todo, que se secaría por él.

Si Dios me estaba diciendo que se llamaba Adriel, es que ya tenía alma, que él lo cuidaría personalmente. Así como me había cuidado a mí.

Siempre.

Ya no pediría morirme de un solo tiro. Pedí por el alma de mi hijo. Pedí pagar por mis propios pecados, todos, que ninguno cayera sobre el alma de mi hijo.

Quería ver a Rock. Cuando nos visitara, saldría a mirarlo a los ojos. Articularía cada palabra que ya me latía en la boca:

Voy a tener un hijo. Será idéntico a nosotros.


Yo supe antes que Rosso que Amalia tendría un hijo. Yo sí supe, y Rosso no, que el hijo era suyo.

En aquellos días de vivir en El Cielo nos había habitado el tedio de los mismos espacios y en un Mini Cooper habíamos burlado la vigilancia de Treviño.

Fue una niñería. Íbamos riendo por todo Morones mientras nos seguían Treviño y sus muchachos. Llegamos a Apodaca y visité por primera vez la casa de la mamá de Rosso. Una esquina de una sola planta en medio de un diminuto pueblo absorbido por el área metropolitana.

Es como volver al desierto, le dije feliz, y Rosso asintió sonriendo, cayendo en la cuenta de que su casa, desvencijada y abstraída en el tiempo, se parecía a aquella en la que habíamos dormido semanas atrás.

Una plaza, los perros, las calles empedradas. Comíamos un elote en una de las bancas del centro cuando cayó la noche y descubrimos que era Viernes Santo y una procesión de creyentes, antorchas en mano, venían a caminar el pueblo.

Los seguimos. Nos metimos entre ellos en silencio. Como si fuéramos parte de ellos. Si no por un credo, quizá por una necesidad de pertenecer. Al tomar la avenida, los dejamos seguir su camino y regresamos al pueblo deshabitado de Rosso.

Estuvimos tomando hasta quedarnos dormidos.

A mediodía, Rosso tuvo que salir a ayudar en el taller de su tío que estaba a la vuelta de la casa. Me levanté a buscar algo para desayunar y oí que tocaban la puerta. Supuse que Rosso había olvidado las llaves, o que era alguno de los escoltas que habían pasado la noche afuera, pero se trataba de Amalia, quien se sorprendió más que yo de descubrirme ahí.

Fue romper mis espacios: ese pueblo, el desierto, la casa. Fue entender que era yo quien rompía los espacios de Amalia. Yo, y no ella.

Cuando niños, ella y Rosso habían sido vecinos. Desde secundaria habían sido novios.

Amalia, parada en el umbral de la puerta, me miraba sin saber bien qué hacer.

Fui yo quien la invitó a pasar. Tal vez porque me pareció una figura triste, por primera vez la vi como una chiquilla frágil, en vestido, zapatitos de tacón, maquillada a pesar de no ser su costumbre, con un globo de helio al lado.

El globo era lo más dramático: una figura de biberón celeste y amarillo que acabó flotando por la casa mientras yo buscaba en la cocina algo para hacer un café y ella me ayudaba porque decía que no era tan fácil encender la estufa. Éramos dos extrañas actuando con la amabilidad de lo inesperado.

Es Decaf, aquí solo compran descafeinado. No sé si te va a gustar.

Yo tampoco lo sabía, pero contesté que estaba bien.

Quería preguntarle por su visita, por el globo, o que llegara Rosso a hacerse responsable de la situación.

Recordé ese cuento de Banana Yoshimoto en el que dos chicas están enamoradas del mismo muchacho, y pelean frecuentemente por él en su casa. Pero entre nosotras no había una sola palabra ríspida. Antes sí, pero no en ese momento en que nos encontramos en casa de Rosso.

Hubo silencios.

El sorbo al café que sabía a agua con pintura.

El momento en el que pregunté, para hacer más llevadero el silencio, por qué había un plato para perro en el piso, si no habitaban animales en la casa.

Es de Lolo, el perro de Rosso. Teníamos siete u ocho cuando lo encontró cachorro. Vivió más de diez años. Afuera también está su casa. Rosso no pudo deshacerse de nada ni ha querido tener otro perro.

Definitivamente, era yo la intrusa. Estaba ahí, donde no debía estar. Entrometiéndome en espacios y tiempos que no me correspondían.

Volví a mirar el globo sin atreverme a preguntar. Amalia también volteó a verlo.

Estoy embarazada, dijo, tal vez también para acabar con el momento como minutos antes yo había preguntado por el plato en el piso.

Felicidades.

Venía a decirle a Rosso.

Entiendo.

Me miró y habló por lo bajo, quizá para oírlo solo ella:

Tal vez no le interesa tanto.

¿Es de él?

No salgo más que con él.

Él no sabe eso. ¿Ya le dijiste?

¿Para qué?

Amalia no quiso café. Solo tomó agua de un garrafón en un vaso de plástico y se fue.

Tomé por el hilo el globo que seguía flotando en la sala. Le hice un hoyo con un cuchillo. Lo desinflé y lo metí dentro de un bote de leche que estaba en la basura.

No le dije a Rosso que Amalia había ido.

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