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Santa era el nombre que papá hubiera querido ponerme. Me causó gracia pensar en eso justo cuando tenía a Adán entre las piernas.

De qué te ríes.

Ni siquiera usó una entonación de pregunta. Adán tenía un rato conteniendo su enojo. Acertaba, no era un momento divertido. Tampoco era un momento erótico. Su piel morena me pareció más un refugio que un mar en tormenta.

Nunca causé problemas. Si mi abuela quería que rezara, rezaba; que fuera al catecismo, iba; que hiciera la primera comunión, la hacía; no era algo que me afectara, ni que me molestara. Era la oportunidad perfecta para estar en silencio, sin tener que esforzarme por entablar una conversación, por buscar cosas importantes que decir.

Por eso no podía creer que yo pudiera hacer enojar a alguien. Que tuviera la facultad de enfurecer a Adán me hizo sentir en el corazón que había llegado a un destino. Si yo podía hacer rabiar a alguien, era que ese alguien necesitaba algo de mí, algo que yo no estaba cumpliendo, y era el hecho de que lo esperara con tanto afán lo que lo hacía rabiar contra mí.

A pesar de que siempre supe que causaba un tanto de irritación en mis compañeros de la escuela, ninguno se tomó la importancia de dejarse incomodar por mí, porque yo no valía tanto la pena, yo era un ser molesto por ser un objeto intruso entre ellos, pero no los amenazaba en ningún sentido ni nunca tuve la intención de entrometerme en sus asuntos. Para acabar pronto, era igual la flojera que yo les causaba que la que ellos me causaban a mí, excepto cuando apareció la Vogue con mis fotos: yo aparecía tan niña restregándome contra un adulto. Fue cuando dejé la escuela y comencé a estudiar con tutores.

Pero ahí estaba Adán, a quien yo no inspiraba ninguna pereza ni apatía, alguien que, a diferencia de Rosso, sí esperaba algo, lo que fuera, de mí. Ahí estaba Adán, enfurecido por mi culpa, por mí, la mosca muerta, la que jamás había roto un plato, la mustia. Ahí estaba Adán queriendo golpear la pared y a mí, en lugar de darme miedo, me dio esperanza, porque al fin yo causaba algo en alguien y ese algo iba más allá de la curiosidad o la irritación.

Lo atraje hacia mí, lo abracé, puse la cara en su hombro para que no pudiera mirarme a los ojos. Le conté de los hombres para los que yo había sido un accesorio para pasear, para la fiesta, un escalón en la política. Le conté que había uno que sí me había querido, lo supe porque siempre tomaba mis llamadas, porque en un par de ocasiones había cancelado conciertos solo para visitarme porque así se lo había pedido. Le conté que había tenido que dejar de verlo porque me causaba una sensación de asfixia, porque decía «haiga», porque no medía más de 1.75.

La temperatura de Adán se elevaba y yo no podía evitar atraerlo más hacia mí. Por primera vez en la vida tenía infinitas ganas de hablar, de hablar de Rosso. Contar el fervor que me provocaba su sexo, su cuerpo, su ruido que para mí era como si descendiera del Sinaí la voz de Dios y me pidiera desnudarme. Comencé a contarle de las madrugadas en que Ferrán había llamado y yo tenía que contestarle en italiano porque estaba abrazada de Rosso.

Ya cállate, decía Adán en voz baja.

Lo miré. Su cuello y su rostro estaban completamente rojos. Sentí que la cabeza le explotaría en pedazos. Lo deseé más de lo que lo había deseado nunca porque nunca nadie se había enfurecido así por mí.

Y si yo pudiera describirle lo que es para mí pasar los dedos por la espalda de Rosso.

Cállate, quería gritarme Adán, pero no lo hacía porque detrás de la puerta estaba Treviño.

Y yo era una muñeca caprichosa que lo veía alterarse y juntar sus manos como con esposas imaginarias, limitándose, acercándome la mano al rostro, sujetándome el mentón con furia.

LOBADonde viven las historias. Descúbrelo ahora