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La primera que tuvo podía atravesarte con los ojos. Si me despertaba en la noche la veía ahí, parada junto a la cama, nomás mirándome. No hablaba, no pedía, era una mustia. Yo quise quererla, ¿nomás era una niña, verdá? Pero pues no pude. Me miraba y sentía que me oprimía el pecho, como si me quitara el aire. No pude. Después supe que era mala. El único consuelo que me queda es que esa maldad no la sacó de mi casa.

El niño era distinto. Su problema era que siempre hizo cuanto su hermana le decía.


La belleza es esa cálida certeza de que el mundo, a pesar de su dolor, debe seguir existiendo. La belleza de un hombre y su perfecta piel oscura, del mismo color que la mía. La belleza de la existencia y la conciencia de que jamás obtendríamos el amor, pero sí el deslumbramiento. Una potente lámpara apuntada directo a los ojos de un ciervo.

La belleza es esa tierna sintonía que nos hace olvidar el asco que produce el mundo. Que nos hace ofrecerle el cuello al peligro.

La belleza es esa cálida melodía que acrecienta el miedo, ¿cómo seguir viviendo al momento de tener que cerrar los ojos? La belleza tiene la perversión del engaño: porque existe, se posterga la muerte, se olvida el horror, se desea preservar la vida para seguir posando la mirada sobre el objeto luminoso aunque de él brote un olor a sangre.

La belleza es un objeto de fe.

De mi fe.

Su rostro era el mío en facciones más toscas. Sus gestos eran como si fueran aquellos de los que yo había aprendido los míos.

Existes, hubiera dicho, pero no era necesario abrir la boca y romper el momento.

Dios de luz, Dios de paz, de la misma naturaleza que el Padre.

Qué trata usted con mujeres, trate conmigo, saludó fraternalmente al diputado, le apretó con mucha fuerza la mano.

El hombre tomó el lugar principal detrás del escritorio. Agitó la mano, indicándole a Adria que saliera. Ella se levantó inmediatamente, más pálida que de costumbre. A señas Adria le indicó a Terán que me sacara de ahí.

No, no, déjala. Ya sálganse todos. Déjenme con el licenciado, y déjenme a la señorita, dijo el hombre refiriéndose a mí.

Era tanta su belleza que me infundió miedo.

Licenciado, como si no fuera usted amigo de mi papá, esta pinche vieja cobrándole. Ya sabe que a mí no me gusta andar regateando, ni andar discutiendo. Yo lo que quiero es que siga la fiesta. ¿Usted no?

Sí, Junior, pos a eso vinimos.

Ándele pues.

Ordenó que se llevaran a la muchacha a la recámara, y contento el diputado, un viejillo calvo, salió tras ella.

Cuando nos quedamos solos, el hombre abrió un cajón del escritorio. Sacó un gran frasco de alcohol en gel. Se arremangó la camisa, se empapó las manos hasta los codos. Se secó. Se abrió el saco al llevarse las manos a los lados y pude apreciar que traía una funda sobaquera con una Glock. Se me puso justo en frente.

Era más moreno que la arena del desierto. Su tono de piel era idéntico al mío. Y sus ojos y sus labios. Pero era alto. Quise preguntarle cuánto medía. Era realmente hermoso. Pensé que ya podía morir: había visto el rostro de mi hermano.

Me miraba fijamente. Me quitó el antifaz. Tocó mi vestido. Mi quijada. Revisó mi cara. Pensé que me registraba como los hombres que antes habían inspeccionado a las chiquillas.

LOBADonde viven las historias. Descúbrelo ahora