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¿Quiere saber lo que son las balas, mija?

El tono de su voz me inspiraba confianza aunque sus palabras me parecían una trampa. De cualquier forma, yo seguiría a mi padre a donde fuera, a mi propia muerte lo seguiría entre brinquillos de alegría.

Tenía cinco años. Él tendría alrededor de veinticinco. Era un chamaco flaco con una hija flaca. Rodeamos la casa y caminamos hacia el pequeño bosque que estaba detrás de la propiedad. Caminaba detrás de él sin saber si era como el leñador guiando a Blanca Nieves o como Abraham llevando a su hijo a la piedra de los sacrificios. Cualquiera de los dos tenía la orden de matar, pero a esa edad yo pensaba que papá era como Dios: podría quitarme y darme la vida cuantas veces quisiera.

Y yo nunca le he tenido miedo a morirme.

Sí había un lobo en la historia pero yo, Caperucita, aún creía que el lobo era Treviño, que en ese entonces no estaba panzón ni tenía el bigote tan tupido. Él caminaba a pocos pasos detrás de nosotros.

Papá sacó su pistola.

Entonces, ¿quieres saber lo que son las balas?

No sabía cómo responderle. Era una niña chimuela y papá un chamaco con su primera cana. La vi entre los reflejos del sol que dejaban pasar los árboles.

Después de estar de viaje durante semanas, por fin papá había vuelto a casa. Mi abuela lo recibió con quejas y llantos.

Esta huerca, que me mete unos sustos horribles.

Siempre había acusaciones.

Esta huerca mustia, se queda ahí poniendo ojos de plato.

Esta huerca sonsa, pone cara de palo como si no acabara de tirar la sopa bajo la alfombra.

Esta huerca sorda, la regaño y no contesta ni aunque le grite, es una mosca muerta.

No puedo con esta huerca, ya no estoy para estar cuidando niños, ya cuidé muchos, un día ya no voy a poder.

En esa ocasión, las quejas de mi abuela no eran las de costumbre, pues no era mi silencio el que la había ofendido.

No sabe lo que dice, lloraba.

Sucedía que mi abuela, sorprendida de oírme hablar sola, se había colado sin hacer ruido a mi cuarto para escucharme.

Diosito: que no nos corten los dedos, ni nos arranquen la piel, que no nos metan en una cajuela. Que nos maten de una sola bala. Amén.

Era mi oración al despertar y al irme a dormir. La abuela me oyó y encendió todos los focos, se puso a dar de gritos, despertó a la servidumbre, poco le faltó para llamar al obispo para que bendijera la casa.

Es que me mete unos sustos, no sé por qué es así, lloraba.

Pero todo es por culpa de Tina y sus ideas aleluyas.

Yo solo quería dormirme, pero con el cuarto lleno de gente tranquilizando a mi abuela no pude más que llenarme la cabeza de fantasmas. ¿Tan malo era que le dijera a Dios lo que sentía?

Afortunadamente papá llegó por la mañana. Ni hizo drama por las quejas de mi abuela, ni pensó que la cosa fuera grave. Hasta le dio risa.

Estás criando al Diablo, Eleazar, dijo mi abuela persignándose.

Entonces a papá se le acabó la risa.

¿Cómo pide la muerte esta niña? Estás criando al Diablo y lo sabes.

Si no deja sus estupideces y sus mañas, amá, ahorita mismo me la mandan a la casa de Linares. Aquí no es manicomio.

Mi abuela se quedó callada. La amenaza le hizo efecto, le aterraba la casa de Linares porque decía que ahí bajaban las auras.

Contenta en los brazos de mi padre, me sentí rescatada por mi héroe. Quise pedirle que no se fuera nunca más, pero recordé otra urgencia: en la televisión había visto que había pandas rojos. Quería uno.

Papá en lugar de contestarme, me preguntó qué había sido eso de las balas.

Es para que Diosito nos cuide.

Uno debe cuidarse solo, Diosito ya tiene mucho quehacer.

Por eso me llevó por un sendero al bosque detrás de la casa y allá, entre las yerbas, me enseñó a disparar.

LOBADonde viven las historias. Descúbrelo ahora