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Después de que la niña volvió a hablar, Eleazar se la ofreció al Señor. Como una manda, le prometió que la niña nunca estaría desarmada mientras estuviera en el país, como si aquí hubiera Dios y afuera no hiciera falta. La mandaron a hacer la banda que usa a la altura de las costillas del lado izquierdo. Una funda de piel de visón. Imagínate. Puras chiflazones. Como es menudita, no se le nota nada. La niña come, duerme, se baña así, empistolada.

Hemos creído en todo: en Dios, en la Virgen... hasta en el Diablo. Pero a Eleazar nunca le basta nada. Se le había metido en la cabeza que alguien le iba a matar a su hija. A su ángel. A su todo.

Yo voy a hacer mi trabajo, tú haz el tuyo. Y si me la secuestran, que la pistola la traiga siempre, para que pueda matarse antes de que la hagan sufrir. La prefiero muerta que maltratada otra vez. Prefiero morirme yo, a que me la humillen.

Esa niña se la ofreció a Dios, por eso le cambió el acta de nacimiento, le puso «Santa» como segundo nombre. Se la ofreció a Dios, pero yo creo que Dios no la quiso.


Caminando llegué al lugar de las indicaciones. Pensé que debía haber algún error, otra colonia llamada «Guerrero», otra calle, otro edificio. No podía creer que ahí viviera gente. Tras pasar un patio lleno de plantas en cubetas, mosaicos rotos, tubos y cachivaches regados, toqué la puerta que me dijeron. Efectivamente, abrió una mujer con una toalla enrollada en la cabeza y los diez dedos llenos de anillos de plata. Fumaba como si respirara.

Señorita, pase, ya me avisaron que venía.

Obedecí la regla de no hablar con ella, me limité a sonreír. Me condujo un piso más arriba, a un departamento sin muebles ni mosaicos en el piso y de ventanas desvencijadas. Quise preguntarle si era una broma.

Aquello parecía un palomar de tan sucio. Lo único que había era un enorme espejo viejo en forma de semicírculo, manchado, opaco. Un mueble que en algún momento había sido caro. ¿Cómo se habrían convertido en chiqueros esas mansiones viejas? Nada se encendió cuando presioné el interruptor de la luz.

Ay, la luz, ya sabe, ni la han arreglado.

Se fue y volvió con una áspera cobija.

Si necesita algo, me avisa. Me dijeron que yo no la molestara, y pues, con permiso.

Se fue definitivamente.

Era un lugar tan deprimente que si alguien llegaba a matarme, por mí estaría bien.

O dormía en esa cobija llena de humo de cigarro, o lo hacía en el piso con excremento de gato y palomas. ¿Cómo usarla para dormir, si de solo sostenerla con la punta de los dedos me hacía sentir repulsión? ¿Cómo dormir sin temer que llegaran a comerme las ratas?

Estaba en una de las ciudades más grandes del mundo, lejos de cualquier Dios a quien pudiera orarle. Como quien siembra la semilla de un rito, como quien por primera vez une las palabras de una oración, repetí:

Estoy tranquila porque sé que hasta la última letra de tu nombre olvidaré.

Y al rezarle a Rosso quise mirar su foto. Fue cuando me di cuenta de que me habían robado el iPhone.


Pasé tres días dentro del departamento. Había otras cobijas viejas, encima puse la que me había prestado la mujer. Alguien había dejado una barra de pan y eso fue lo que comí. Cada que oía pasos cercanos me estremecía, podría venir alguien a sacarme en cualquier momento, o a agredirme. Tal vez el dueño de las cobijas iría a reclamar su espacio.

Podía quedarme horas frente a la ventana pero a donde quiera que mirara todo era suciedad y miseria. Se veían las calles, los autos atorados en el tráfico y otros edificios igual de tristes que el que habitaba. Cualquiera con un rifle podría pegarme un tiro.

Los niños tirados en la calle como si fueran un bulto más de basura ensombrecían el nulo ánimo que me quedaba. No podía más que asociar la fealdad con la tristeza y la desgracia. Una ciudad que yo no conocía me mostraba sus sucios genitales.

Me daba miedo dormir con la pistola al alcance de la mano. ¿Qué tal si, de tan triste, decidía volarme la frente? ¿Quién le diría a mi papá? La soledad es morir y que nadie se entere. Podría morirme y nadie se daría cuenta en semanas.

Extrañaba a papá. Si pasaba las noches llorando era por papá. A él, que toda la vida me había dado todo, se le hubiera partido el alma de ver a su hijita durmiendo en una cobija vieja, en un cuartucho sin una pinche silla, sin la luz de un foco.

Sentía que me trataba a mí misma con desprecio, que más que traicionarme a mí, traicionaba a mi papá. Y es que todo era tan sin Dios en esa ciudad.

Por eso lo único que me quedaba era rezarle a Rosso.

Enséñame a olvidar, enséñame a vivir sin ti.


La primera mañana, al despertar, me dio miedo tanta soledad: la última oscuridad que quedaba de la noche, la más reacia, la más dura. Darme cuenta de que estaba sola: nadie me prepararía el desayuno, nadie habría estado haciendo guardia afuera del lugar donde había dormido, nadie limpiaría mi habitación, ni habría nadie que me llevara a donde quisiera. Quise que quien fuera hablara conmigo, lo escucharía con toda mi atención aunque me dijera las cosas más intrascendentes. Lo irracional sería marcarle a Ástrid o como fuera que se llamara mi hermana, sin embargo era lo que más deseaba. Lo pensé mucho pero no bajé a la calle. Me disuadí pensando que ni siquiera sabía usar los teléfonos públicos. Volví a dormirme pero despertaba a cada momento al menor ruido. Cuando cayó la noche estuve casi todas las horas despierta, acostada sobre los jirones de cobijas que sabrá Dios quién había dejado y por qué.

Hay noches que no se sabe si llegará la mañana.

Al siguiente día quise bañarme. En la ducha no había shampoos ni jabón líquido con olor a toronja. Tampoco la crema que debía usar diariamente para la prevención de sarpullido. No había manera de consentir mi piel sensible más que con el agua fría de la regadera. Mi piel tiene una memoria perfecta, guarda todo lo que yo quiero olvidar. Eso a lo que pienso que debo aferrarme y luego deseo que nunca hubiera existido. Mi piel bien podría ser un diario. A veces quisiera escribirme encima «sola», «santa» o «libre», pero no quiero que nadie más que yo sepa leer mi piel. Entonces solo me corto en las piernas o en los brazos. Cuando muera, quien encuentre mi cuerpo desnudo nunca sabrá lo que ahí dice.

La primera cicatriz me la hizo mi abuela el día que secuestraron a papá, cuando yo era niña. La tengo en el hombro izquierdo. Esa marca dice «pelos negros de cuervo». Me gusta pasarme la mano por mi cicatriz y tocarla, con ese realce suave que acaricio y acaricio. Nunca he dejado que ningún médico me la quite. Me gusta tocarla y repasar esa historia: «pelos negros de cuervo». Es una historia que, aunque vive en mi hombro, siento que le pertenece a cualquiera menos a mí. La siento como una historia de mi abuela, de mi papá porque fue el día que lo secuestraron, de Treviño porque él fue quien me quitó antes de que mi abuela me hiriera gravemente.

La historia de mi cicatriz es más historia de Treviño que mía porque si él no me hubiera quitado, mi abuela me hubiera matado. Además, Treviño alcanzó un trozo de esa cuchillada en la mano. Él y yo compartimos esa cicatriz.

Esa marca dice la palabra «abuela». Otras heridas de mi piel dicen «Rosso», «papá», «Ástrid», «Estrella». Ninguna dice «Treviño», no hace falta porque Treviño y yo compartimos la misma cicatriz.

También tengo una cicatriz en la entrepierna. La toco cuando siento que me voy a morir. Esa insiste en que soy una puta. Una puta y una asesina.


LOBADonde viven las historias. Descúbrelo ahora