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De nada nunca me ha servido hablar, aunque ahora quería hacerlo al menos con Rosso no tenía palabras para decirle que la había visto. A ella. Y ella también me había visto.

La había visto. Como sacada de uno de esos audios de mi abuela que Amalia me enviaba constantemente, como por accidente. Parecía tomada de esas imágenes producto del ensueño, de mi abuela, en las que aparecían mujeres de pelo negro y lacio a la cintura, de pequeñas cinturas, rasgos finos, les decía hija, hermana, la niña, Ástrid, Estrellita, Estela, piruja, malnacida, desgraciada, hija de puta, pobrecita mija, pobrecita mi amor le tocó sufrir tanto, yo por mija hubiera dado todo, ella estaba ahí, mirándome con sus ojos negros vacíos, era una lechuza, se transformaba en la noche y lloraba sobre las casas.

La había visto. Tal como la describía la abuela. Y no tenía forma de contárselo a Rosso.

Era imposible explicarle que yo no era tan simple como él creía, ni tenía la vida tan resuelta. Que mi cabeza no estaba tan vacía como él daba por hecho. Pero al abrir la boca solo podía decir «ah», «ta», al tratar de decir su nombre solo decía «or» y quedaba como una tonta.

Entonces no lo intenté más. Tal vez porque renuncié a validarme, esa semana fue tan nítida. Me vestía, me ponía unos lentes oscuros y una gorra, y subía a la camioneta de Treviño. Él me llevaba por calles bonitas. Un día me llevó a la Cola de Caballo. Un día le señalé un Starbucks y me senté ahí toda la tarde.

Tal vez eso había sido siempre: una chica que no tiene nada qué decir.

Inmersa en el silencio volvía a tener paz mi alma. De madrugada no le tomaba las llamadas a Ferrán, pero me quedaba sentada en un sillón para mirar dormir a Rosso y Nadja. Mi gata se quedaba dormida en su abrazo, y solo eran un par de animales blancos, puros, hermosos. ¿Qué puede haber más luminoso que un chico y un cachorro? Nadja solo junto a Rosso era tranquila, dulce. Le buscaba el rostro para lamerlo cerca de la boca. Si estaban acostados ponía sus garras en su cabeza y lo atraía hacia sí, o se acurrucaba en su pecho. Era como si, a la par, ronronearan hasta quedarse dormidos. Cachorros de panzas blancas.

En mis días de silencio habitaban mis historias que no tenían que ser ya de nadie más.

La falsa historia de que mi madre había fallecido al momento de parirme, y mi certeza de que yo era portadora de la muerte.

Mi abuela que ante la noticia del secuestro de mi papá había gritado que todo era culpa de Estrellita, y se había abalanzado contra mí con un cuchillo gritando que yo era igual, que tenía esos pelos negros de cuervo.

El día que había tenido un ataque de ansiedad por la obligación de ir en vestido rosa a la boda cristiana de mi prima; mi venganza fue acostarme con su esposo.

La revista que sacó una serie de fotografías mías, en bikini, sentada en las piernas de Al Pacino; las horas que pasé mirando mi rostro y mis piernas, mi cabello, mis manos... y no pude entender cómo era posible, si a ese actor jamás lo había conocido.

Las noches de filmación esperando que Ferrán volviera.

El quirófano a los catorce años.

El hermosísimo chef negro gringo tartamudo que hubiera dado la vida por mí, ese que yo creía que era mi alma gemela, ese a quien no pude amar porque mi lengua materna no lo habitaba de manera natural.

Las amenazas de muerte hacia mi padre.

Las horribles navidades llenas de familia y niños en casa de los amigos de Ferrán; todas las estruendosas bodas italianas a las que me arrastró porque quería pertenecer a gente que no era la suya.

El intento de suicidio a los dieciséis.

Y luego a los diecinueve.

Y un año antes de conocer a Rosso y a Adán.

Y en esos, los días de mi pureza, me avisaron que Rosso se había suicidado.


Paría hijos como si pariera perros. A borbotones. La última quiso sacársela, pero se le enquistó dentro. La traía bien agarrada. Le hizo de todo pero no se la pudo sacar. Por eso nació helada. Como muerta, porque así nacen los niños que no tienen el amor de una madre. Nacen malos. Nacen fríos. La coyotita le salió con los pies helados y los ojos tan profundos, pesados, como si adentro trajeran el vacío.


Rosso había decidido pasar unos días en su casa porque tenía que avanzar en un trabajo de fin de semestre. Mis días, uno tras otro, no ofrecían ninguna novedad. Por momentos sentía la prisa, la fuerza de treparme a un avión y volver a casa. O eso que trataba de definir como «casa». Pero inevitablemente, al imaginarme llegando a Roma, pensaba que todo resultaría igual: el silencio, ni ánimo ni presencia para salir, vería películas que podría mirar en cualquier lado, solo un animal tendría la lealtad de dormir conmigo cada noche. No necesitaba viajar a Roma si eso era lo que quería, bastaba elegir un cachorro y acostumbrarlo a hacerme compañía. ¿A eso se reducían las cosas? ¿A tener un cuerpo tibio al cual abrazar? ¿Qué caso tenía viajar, buscar, contestar? ¿Qué caso tenía nada?

Cuando Adán me envió un mensaje preguntándome si podíamos hablar, estaba tan aburrida que decidí perdonarlo. Fue por eso. No porque se hubiera disculpado cientos de veces, sino gracias a mi tedio.

Ven.

Se sorprendió de que lo invitara a mi casa.

¿A El Cielo?

Ven.

No había mediado amistad entre nosotros, historias de familia, confidencias, complicidades. Pero lo sentí cercano. O necesité sentirlo cercano.

¿Puedes hoy?

Nada más hay una situación.

¿Todo bien?

Es complicado de explicar.

Más que complicado, me resultaba vergonzoso. No quería verme como la personificación de la torpeza y el capricho.

Estoy haciendo un voto de silencio. Por ningún motivo puedo articular palabra, le escribí.

No te haré hablar, no quiero causarte ninguna molestia. Solo quisiera, si me permites, contarte algo que creo que deberías saber.

Su respuesta tan amable me hizo sentir mal por mentirle. A veces tengo tan pocas palabras que resulto un ser muy básico. A veces no tengo ninguna palabra y me siento hueca, liviana, vacía, y entonces entiendo por qué no peso en la existencia de nadie.

Pero Adán no me trataba así, como poca cosa. Aun sabiendo que yo no era, ni sería nunca, ni querría ser su prioridad, cuantas veces estuvo conmigo fue así: conmigo. Concentrado en mis gestos, mis pedidos, mis movimientos. Y aunque supiera yo que fuera de esos momentos su atención pertenecía a su esposa, cuando estaba conmigo me hacía sentir como si fuera única. No querría pedirle más.

A veces pienso que en otro tipo de sociedad podría muy bien ser la tercera o cuarta esposa de varios. La última en importancia. Esa que no espera equidad en las cosas de pareja, sustento económico, que está consciente de que su hombre no está ahí para escucharla, motivarla ni ninguna de esas actitudes dependientes. Cada noche recibiría a un hombre cansado de las exigencias de su esposa o esposas principales, vendría a mí ese hombre sabiendo que yo no le pediría nada. Ni su tiempo. Nada. Llegaría a dormir, quizá a tener sexo. A estar ahí. Serían muchos hombres hartos de llegar a hogares a escuchar solo de colegios, pagos, rentas, celos. Son tantos esos hombres. Son todos los hombres. Aun sin escuchar, sin hablar, sin interesarse en mí, serían un cuerpo tibio junto al cual dormir. Aunque cada noche necesito que alguien me arrope, me bese y me lleve a dormir, con eso podría conformarme: jamás estaría sola.

No había visto a Adán desde hacía semanas. No lo había echado de menos. Y de pronto era un hueco, una carencia insoportable. Tenía clases y se tardaría al menos cuatro horas en desocuparse. Tomé dos Alzam con tequila y dejé órdenes de que lo recogieran en cuanto estuviera disponible.

En mis sueños no hubo espera. No hubo sueños. Solo horas que se fueron como instantes.

LOBADonde viven las historias. Descúbrelo ahora