En un bosque encantado donde la magia fluye con cada susurro del viento, Kaisa, una joven bruja, busca ingredientes para sus hechizos. Sin embargo, su tranquila misión se transforma en un encuentro inesperado cuando se topa con un dragón rojo, travi...
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El amanecer se colaba tímidamente por las cortinas desgastadas de la pequeña cabaña donde Bakugo se había permitido, por primera vez en mucho tiempo, dormir bajo un techo que no fuera suyo. Sus ojos entreabiertos se adaptaron a la luz, y lo primero que sintió fue una extraña mezcla de calor y un ligero escalofrío en la piel. La manta que debería cubrirlo no estaba, y con un gruñido de frustración, se giró hacia el lado contrario de donde había dormido.
Kaisa estaba ahí, completamente acurrucada como si la manta fuera una especie de escudo personal. Dormía boca arriba, con su cabello blanco extendiéndose desordenado por la almohada, como un halo alborotado. Pero lo que realmente captó su atención fue la manera en que su boca permanecía ligeramente abierta, con una pequeña pero notoria línea de saliva deslizándose lentamente por la comisura de sus labios.
Bakugo parpadeó, desconcertado. No era la imagen más heroica ni digna de alguien que parecía tener siempre un aura de calma y control. Intentó apartar la vista, pero no pudo evitar quedarse observándola por un momento más. Había algo ridículamente humano, casi tonto, en la forma en que dormía. La manta estaba completamente enrollada a su alrededor, como si hubiera peleado con ella durante la noche y ganado.
— Tsk... — Gruñó en voz baja, llevándose una mano a la cara para despejarse. La situación era tan absurda que no podía evitar pensar en lo molesto que era estar en esta posición. ¿Por qué él tenía frío mientras esa bruja acaparaba todo?
Con cuidado, o más bien con una torpeza forzada, se inclinó hacia ella y agarró un extremo de la manta. Tiró de ella con firmeza, aunque trató de no despertarla. Pero Kaisa, incluso dormida, parecía tener un agarre de hierro en la tela.
— ¿En serio? — Susurró con un toque de frustración, aunque la escena le arrancó una mueca que casi podría confundirse con una sonrisa. Casi.
Finalmente, soltó la manta, resignándose a dejarla en paz. Se levantó con un movimiento brusco, dejando escapar un suspiro mientras miraba por la ventana hacia el exterior. La mañana era fresca, y el aire tenía esa quietud característica de los bosques al amanecer.
Miró de nuevo a Kaisa, que ahora parecía estar soñando, su expresión relajada, completamente ajena al caos interno de Bakugo. Rodó los ojos antes de murmurar para sí mismo:
— Qué fastidio...
Kaisa dejó escapar un pequeño quejido mientras giraba ligeramente sobre la cama, su cabello blanco cubriendo parte de su rostro. Aún medio dormida, se pasó una mano torpe por la boca, limpiándose la ligera capa de saliva que había acumulado mientras dormía con la boca abierta. Su respiración era tranquila, pero sus ojos empezaron a entreabrirse con lentitud, aún pesados por el sueño.
Miró alrededor de la cabaña con un aire somnoliento. La luz del amanecer llenaba el espacio con un resplandor cálido, y el aire fresco parecía invitarla a levantarse del todo. Sin embargo, al darse cuenta de que la manta ya no estaba completamente sobre ella y que el espacio a su lado estaba vacío, una pequeña arruga se formó en su frente. Con voz ronca y suave, casi un susurro, llamó: