『Fractura』

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Rebecca salió del camerino aún acomodándose el vestido. El aroma floral del jabón se impregnaba en su piel y los mechones castaños todavía alcanzaban a dejar un rastro de humedad sobre los hombros.

Vox ya estaba seco, impecable, eléctrico. Plantado junto a la puerta, como si nunca hubiese abandonado su puesto. Levantó la vista del móvil al oírla y sus ojos se encontraron.

—Oh, mírate —exhaló, guardando el aparato en el bolsillo—. Estás radiante —retrocedió un paso para verla de cuerpo entero, con la devoción de un artista admirando la evolución de su propia obra —. No que no lo fueras antes, claro —hizo una pausa—, pero los tonos fríos te sientan como una segunda piel. No comprendo por qué no los usas más a menudo. 

—Debe ser la fuerza de la costumbre —replicó, haciendo la leve reverencia de una actriz que agradece a su público. Su postura era firme pero segura, muy diferente a la joven temblorosa y mojada que había entrado al camerino hacía tan solo unos minutos.

—Ya veo —sonrió él. Había algo en la manera en la que Vox encontraba formas de desarmarla y moldearla a su antojo. Con una habilidad casi performática, como si sus retoques fueran más un halago que una orden. Zapatos, vestidos y joyas, todo cuanto se le ocurriese con el objetivo de derribar su imagen hasta los cimientos y construir algo completamente nuevo. Conocía ese tipo de despliegue, era la forma más sutil en la que los overlords reclamaban agencia sobre sus nuevos juguetes, y sin embargo la manera en la que él lograba ponerlo en práctica lo hacía demasiado similar al cortejo.

—Camina conmigo, quiero mostrarte algo... —señaló el final del pasillo, donde un ascensor esperaba por su embarque. El interior de paredes plateadas, desentonaba con el color durazno del empapelado.

—¿Hay más? —Por un momento la más baja se sintió intranquila ante la idea de otra trampa. El demonio no mostraba indicios de sospecha, ni recelo. De hecho, lo veía sonreír con una satisfacción demasiado evidente para su gusto.

—Aquí...siempre hay más —entonó con el encanto publicitario de un eslogan perfecto.

—¿Y qué es esta vez? —removiendo los hombros con inquietud en cuanto el zumbido del elevador los envolvió en un viaje vertiginoso.

—Una pequeña muestra agradecimiento por ser... —se detuvo evaluando las palabras un momento, quizá ese fue su error— una cordial invitada —deslizó con cierto doble sentido.

Lo tenía. Vox sonaba felizmente convencido de que su hipnosis había dado resultado y Rebecca por fin podía comenzar a respirar.

Las puertas automáticas se abrieron a una oficina tan amplia que parecía similar a un escenario. Las luces bajas y frías, por supuesto. Un escritorio negro en el centro, pulido como una pieza de obsidiana. El territorio personal de Vox era un reflejo perfecto de su personalidad: Pretencioso, pero prolijo, deslumbrante y oscuro. Pero lo que lo dominaba todo, y quizá lo más representativo, era lo que había detrás. Rebecca se detuvo de golpe.

Detrás del escritorio, dónde alguien en su sano juicio dispondría de una pared, un acuario ocupaba toda su extensión, desde el suelo hasta el techo. En el interior del mar artificial, un enorme tiburón metálico se deslizaba con la gracia característica de un depredador en hábitat. La castaña dio un paso más cerca.

—Impresiona, ¿no? —Vox la observó desde su costado, expectante. Deleitándose con su fascinación.

—Estás bromeando... —susurró boquiabierta, incapaz de despegar los ojos de la escena que se le plasmaba delante. La criatura se volvió, reconociendo su presencia del otro lado. Sus iris digitales la enfocaron—. No puede ser —se acercó con pasos lentos y, casi hipnotizada por el brillo carmín de sus escleróticas, posó su mano sobre el vidrio. El animal respondió imitando el gesto, apoyando la nariz justo donde descansaba su palma.

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