Parte 4

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La celebración de la victoria nos unió en una fiesta a los jugadores, al entrenador, al presidente del club y a todo quien pasara por el vestuario. La alegría se contagiaba a todo el mundo.

Un periodista logró colarse seguido de un cámara. Como era de la televisión local la gente no le hacía mucho caso y nosotros mucho menos, así que lo primero que recibió al entrar fue un globo de agua que le impactó en la frente y lo puso perdido. El pobre hombre intentó tomárselo con filosofía, y se aproximó a Carlos, el entrenador, un hombre seco y tajante que no tenía mucha facilidad de palabra. Carlos cogió el micrófono y se situó frente a la cámara, mientras el periodista se apartaba las gotas de agua de la frente; pero a Carlos no le salieron las palabras. Pasaron quince eternos segundos que después fueron veinte y que se prolongaron durante cinco minutos más, en los que a duras penas logró que se le entendieran frases tan sobadas como: "un reconocimiento muy importante, la liga ha sido dura, los chavales se han portado y ocho partidos sin perder".

Una vez que el entrenador soltó el micrófono, el reportero se fue abriendo camino como pudo entre nosotros, mientras intentaba describir la situación con palabras como merecida victoria o temporada inmejorable. El pobre hombre iba empapado y la situación empezaba a ser cargante. Su mala suerte fue ganando enteros pues se tropezó con "el Sebas", del que obtuvo una respuesta tajante a la pregunta de "¿qué sientes en este momento?".

—¿Y a ti qué te importa?

Me apiadé de él y decidí darle un poco de juego, pues el tío estaba apunto de echarse a llorar, de lo crueles que podríamos llegar a ser.

Me atusé el pelo y miré directamente a la cámara. Todo el mundo coincidía en que por aquellos entonces, a punto de cumplir los diecisiete, era un poco canijo para mi edad. Un sembrado de granos le daba a mi cara un aspecto duro y aceitoso, pues me llenaba el rostro de una capa de grasa que le daba lustre a los cuatro pelos mal contados que me asomaban por el mentón. Llevaba el pelo largo, mucho más largo que ahora, y mis ojos eran duros, negros e impenetrables, según me dijo una chica a la que estuve a punto de darle un beso, pero que en el último momento me volvió la cara. Ahora cuando lo pienso me doy arcadas pensar que ese era yo.

Recuerdo que me rodearon Luis y Manolo. El rubito de mi izquierda con un mechón blanco en el flequillo es Luis, media punta, un genio en los pases cortos, dotado de chispa e ingenio, hábil en sortear al contrario y un pésimo estudiante. A mi derecha, Manolito, el más bajito de los tres, el de las orejas de soplillo —lo llaman a veces "El aviador", pero a él le da igual— una bala en el campo. Manolo era central pero su sitio era la defensa; estaba ya harto de explicárselo a su padre que no entendía mucho de fútbol, y daba todo el crédito a lo que su hijo le contaba. Juntos éramos los tres mejores: Víctor, Manolo y Luis. Amigos desde el colegio, vivíamos en el mismo barrio, donde éramos conocidos por ser los únicos que habían hecho algo fuera de lo común. Éramos la envidia de nuestros vecinos, porque nosotros tocábamos con los dedos de la mano lo que para otros solo era un sueño de la infancia.

— ¿Y a ti qué te gustaría ser de mayor?

La pregunta del periodista me dejó pensativo. Todos los demás enmudecieron y sentí la presión de mis compañeros, pues en ese momento era blanco de todas las miradas.

— No lo sé, no se me ocurre nada.

Menuda estupidez de respuesta, cada vez que lo pienso me dan ganas de golpearme la cabeza contra la cama.


Cuando sea mayorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora