Parte 19

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            Llegué ya de noche a una estación de autobuses fría y gris. Un hombre que se presentó como Amaro, mi entrenador, me llevó a una residencia cerca de allí, en el extrarradio de la ciudad. Aquel día no me pareció mal tipo, pero después pasé a considerarlo la peor persona del mundo. Amaro era portugués, reservado y seco, un "sieso" . Una barba espesa le cerraba toda la cara y el vello le salía como burbujas por el pico de la camisa. Tenía unos brazos como de gorila, llenos de pelos hasta en las manos, y sobre todo bastante carácter, que me lo digan a mí. De camino a la residencia hice varios comentarios sobre aquella ciudad de provincias más pequeña que la mía, más que nada para ser cortés, pero no obtuve ninguna respuesta. Me paseó por un laberinto de calles hasta llegar a un polígono industrial, que servía de pórtico a la que iba a ser mi casa: tres pisos en un bloque con forma de aspa donde se albergan todos los estudiantes de pueblos menos favorecidos que aquel, que era el único con instituto de bachillerato de toda la comarca.

Cuando llegué, la residencia estaba desierta, pues después de las 11 los internos debían permanecer en sus cuartos. Amaro se despidió hasta el día siguiente a las nueve, primer entrenamiento, y me dejó en manos del conserje de Los Almendros, que era como se llamaba aquel lugar.

—Y no me preguntes por qué, pues nadie conoce que estos campos haya habido nunca almendro alguno —me aclaró el conserje sin que yo se lo hubiera pedido— ¿Cómo ha dicho Amaro que te llamas?

—Víctor.

—Pues muy bien Víctor, nuestra mayor gloria es tener un equipo de fútbol en segunda B. Este sitio da para poco más, lo que ya es mucho, así que con un poco de suerte esta temporada nos mantenemos y la próxima, quién sabe.

La locuacidad del conserje vino a ser interrumpida por una canción de moda que se escapaba de un dormitorio. Se abrió la puerta, se disparó el volumen de la música, y una chica que salía despistada casi nos lleva por delante.

—¿Qué tenéis formado ahí? —preguntó cortante el conserje.

—Lo siento —se disculpó la chica.

—Como yo me entere ...

—¿No me vas a presentar?

—Él es Víctor, y ella ...

—Patricia, encantada —y me besó en la mejilla. Era bajita, más que yo, con un cuerpo redondo y unos ojos negros que le cubrían toda la cara. Debía de tener más o menos mi misma edad, y me hizo gracia que llevara el pelo recogido con una pinza de la ropa.

—No me lo digas, otro futbolista del club.

—Sí —fue a lo más que acerté a decir, y cuando se alejó en dirección contraria, añadí como un bobo— no sabía que hubiera chicas aquí.

—Esto es una residencia mixta, chaval. Tu habitación —el conserje se detuvo por fin delante de una de las puertas, la abrió y entramos los dos.

Era una habitación triste: una cama cubierta con una colcha verde horrorosa, una mesa de estudio, un lavabo con un espejo, un armario empotrado enorme en el que podría haber entrado un caballo, y un ventanal desde el que se divisaba la ciudad, reducida a puntos de luz que parecían pegados en el cristal.

—A estas horas ya no se sirve la cena, pero te han dejado algo en la cocina.

Aquel hombre se despidió y yo me quedé solo, mirando por la ventana las luces sin encanto de la ciudad que dormía a mis pies. No era muy grande, y creo que muy poca gente iba a ser capaz de localizarla en un mapa. Pronto descubrí que amanecía siempre cubierta de una delgada capa de humo gris que volvía el aire irrespirable, consecuencia de un polo químico que era el que sostenía económicamente al equipo local. El lugar era conocido como <<las fábricas de la peste>>, por el olor penetrante a bicho muerto que dejaba en el ambiente, pero al fin y al cabo les garantizaba el pan y el fútbol, lo que no era poco.

Aquella noche sentí por primera vez que la distancia de mis padres se me apelotonaba en la garganta, así que me metí en la cama y allí di rienda suelta a un hilo húmedo de pequeña angustia, que tejió sobre las sábanas círculos y filigranas de añoranza. Me había traído el libro que me regaló mi madre por mi cumpleaños y empecé de nuevo por el principio:

"Como un géiser que emergiese súbitamente de las aguas del océano, aquella singular noticia destacó desde el primer instante".


Cuando sea mayorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora