Parte 28

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            —¡Manolo que se nos está acabando la cerveza!—le decía Jesús a Manolo, que no daba abasto con la pizzería llena y los pedidos amontonados en un pincho del mostrador.

—Dile a Pedro que vaya al almacén.

—¡Pedrito al almacén que falta birra!

—¿Y por qué no vas tú, imbécil? —replicó Pedro un poco mosca por ser la última piltrafa que había recalado en la pizzería.

—Margarita con el doble de queso —gritaba uno que atendía los pedidos por teléfono.

—¿Dónde está la calle Ánimas? —Pedro, que como ya sabes tiene fama de despistado, insistía en no buscar en el callejero, lo que a Manolo le sacaba de quicio.

—Tío, que tienes ahí un callejero, mira que te cuesta —respondió Manolo— ¿Es que no hay nadie que coja el teléfono?

—Es que yo en el mapa me lío —insistía Pedro.

—¡Margarita con el doble de queso! —volvía a gritar el chico de los pedidos. —¡Que ya va! —devolvieron el grito desde la cocina, el feudo de Marcial, nuestro cocinero.

—Mira tío no puedes tardar una hora en entregar un pedido —le dijo Manolo a un repartidor.

—Pues vas y lo entregas tú si te crees tan listo, ¿vale? Hay que ver cómo se pone, desde que está de "encargao".

—¡Ese teléfono!—gritó ya harto Manolo.

Y aquí está todos de nuevo: Jesús, Pedro, Marcial y Manolo. Salvo a Manolo y Pedro, las caras de los demás se me confunden unas con otras y no consigo fijarlas. Por el contrario hay caras que tengo muy presentes aunque su voz haya desaparecido para siempre. Mi madre, Manolo o incluso Patricia, aquella chica que conocí en aquella ciudad tan fea.

Hoy me noto especialmente cansado, pero no físicamente, es un cansancio distinto. Es como si mi mente se estuviera agotando; extrañamente no experimento ninguna desconexión desde hace algún tiempo, quizás por eso estoy tan cansado; cansado y un poco deprimido, pero ya se me pasará, supongo. Creo que estoy cerca del final.

Recuerdo que Manolo llevaba seis meses en la pizzería y, a excepción de Marcial, era el más antiguo, así que lo nombraron encargado con un plus de beneficios que sobre el papel representaba un dos por ciento, pero que en realidad no pasaba de una miseria. Se me quedó mirando y me señaló la cabeza, pues iba a entregar un pedido y no llevaba puesto el casco.

Esta vez no habían hecho falta pastillas ni vistas a psicólogos. Por supuesto jamás fuimos a ver a un periodista, ni mucho menos hablamos con un abogado del asunto. Nadie nos creyó, ni siquiera la policía concedió demasiada verosimilitud a lo ocurrido en los vestuarios tras el partido, que achacaron a algún pique entre compañeros, nada más. Un buen día me levanté y adquirí la rutina de ir a correr un poco, después me encargué de recoger a Lucía a salida del colegio, un encargo difícil. Manolo me ayudó muchísimo.

Mi padre se sumió en un mutismo culpable. Es complicado saber lo que pensaba, a qué clase de pacto llegó con mi madre al respecto, pero lo cierto es que perdió su lugar en el mundo que los dos habíamos construido. Como dos amantes despechados nos rehuíamos, evitábamos las miradas a la hora del almuerzo y no hablábamos. Aquel doloroso silencio nos fue distanciando, y se hicieron muy lejanos los días aquellos en los que mi padre me acompañaba a los entrenamientos. Jamás se volvió a mencionar el fútbol. Poco a poco se fue convirtiendo en un recuerdo infantil, un mal sueño del que desperté para trabajar en una pizzería. Arrinconé en un lugar sombrío del trastero una bolsa con mi nombre en la que había guardado camisetas, botas, medias, y los trofeos de latón que un día adornaron mi cuarto. Hacía ya tiempo que mi padre había olvidado en un cajón el álbum de recortes que fue el orgullo de nuestra casa.

Un buen día, de regreso tras dos horas de caminata, pasé por la pizzería para hablar con Manolo. Allí encontré a Pedro, al que no veía desde el instituto, y a un grupo de chavales tan perdidos como yo. Extrañamente aquello me animó, y tres días después, ante el alborozo de mi madre, firmaba algo parecido a un contrato.

—Tío, el casco —me recordó Manolo cuando regresé.

—Déjate de rollos, pero qué calor.

—Hemos quedado para el sábado

—¿Con quién?

—Con estos, viene un disk-jockey a la antigua fábrica de azúcar.

—¿Qué tienes para mí? —dije sin prestar mucha atención.

—¿Me estás escuchando?

—Claro, ¿qué tienes? —le respondí.

—Una tropical al Camino Nuevo, detrás del centro de salud.

—Ok, voy a beber algo.

Entré en la cocina y destapé un refresco que apuré de un trago, cogí la pizza, arranqué la moto, piqué un caballito y me fui haciendo eses entre los coches. Había descubierto una extraña libertad al montar moto, y así, haciendo de repartidor, evitaba el insoportable calor de la pizzería

Por fin me he enterado de que Johanesburgo está en África, cualquiera lo hubiera dicho.

Cuando sea mayorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora