Mi padre maldecía su sombra y la del árbitro. A veinte minutos del final el marcador se mostraba reticente a pasar de un empate.
Pertenecer al equipo juvenil de un segunda división no era fácil, ganar la liga en la categoría entre ojeadores y representantes era lo más difícil que podía enfrentarme a los dieciséis años. Para mi padre era una oportunidad que yo no podía dejar escapar, mientras que para mi madre no pasaba de ser una fantasía de nosotros dos, porque a su juicio los dos éramos iguales.
—Lucía que te vas a caer— le advertía mi madre a mi hermana, que llegaba correteando entre las gradas con el vestido ya roto y manchado, y buscaba cobijo entre su brazos grandes, mientras le dirigía una mirada entre tierna y desafiante a una señora que había al lado, a la que le confesó que estaba muy aburrada. ¡La de veces que lo ha contado mi hermana!
Lucía tenía entonces cinco años y era "una niña muy despierta para su edad" según mi madre, "una niña muy mala" para Jessica", su compañera de pupitre, "una víbora" para la madre de Jessica y "un caso para el psicólogo" a juicio de la seño, su maestra. Yo la recuerdo muy pequeña, con cuatro años y muchas pecas, sin paletas porque se le estaban empezando a caer los dientes de leche. Para mí siempre fue un poco brujita, porque tenía la extraña habilidad de adelantar acontecimientos, como cuando el último día de mi vida se empeñaba en que no saliera a la calle donde me encontré con la muerte.
Mi padre había depositado todas sus esperanzas en aquel partido, y ajeno al trajín de Lucía dejaba que un cigarrillo le calmara los nervios. Junto a mi padre estaba el padre de Luis, ¡mi gran amigo Luis!, mi compañero en el equipo, que justo en aquel momento le gritaba al árbitro que estaba ciego, pero el árbitro no se daba por enterado. En un lado, sin que se notara su presencia, Miguel, el padre de Manolo, no dejaba de mirar el reloj, angustiado por haber dejado a su mujer con una vecina, pues no se fiaba de que pudiera hacer una "trastada", palabra que yo nunca entendí muy bien a qué podría referirse, pero que ocultaba el fondo de amargura intenso que rondaba la casa de Manolo. Por eso su padre tenía ese aspecto avejentado, más que viejo envejecido antes de tiempo, según decía mi madre. Los tres se conocían gracias a nosotros, a lo que se añadía que Manolo y yo éramos vecinos. Mi padre pensaba que Miguel, el padre de Manolo, con su mujer ya tenía bastante, lo que irritaba profundamente a mi madre, quien conocía de primera mano la tragedia que se había instalado en casa de Miguel.
El caso es que faltaban aún veinte minutos y el partido se le estaba haciendo eterno a mi padre y a mí también, que no lograba concentrarme en el balón, con lo que yo era para eso.
Había en la grada un chaval joven de aspecto despistado y deportivas caras que todos sabíamos que era un ojeador del Real Madrid. Los padres no le quitaban ojo de encima y fantaseaban con el futuro de sus hijos, nosotros; ser nuestros representantes y negociar con un equipo de primera, y que llegara un día en que los retirábamos de trabajar, con dinero suficiente como para irse de vacaciones a un lugar tan exótico como Cancún, o las islas Canarias, que eran los destinos de oferta en la agencia de viajes del barrio. Y en estas estábamos cuando me llega un balón tocado por la fortuna y marco un gol. A mi padre le faltó tiempo para abrazar a mi madre y jalear mi hazaña, que vivía como algo propio. La megafonía era contundente: <<gol de Víctor, número 15>>. Faltaban aún dieciséis minutos de un partido ya sentenciado.
<<Se me hizo eterno aquel partido. ¿Tú sabes lo que es estar pegado al reloj contado cada minuto que falta para el final? >>—me ha contado mi padre muchas veces, por eso yo sé lo que él pensaba.
A veces viene y se sienta a mi lado y me cuenta cosas. Él cree que yo estoy muerto del todo, y no se da cuenta de que un zombi oye cosas que le ayudan a escribir libros como este. Mi padre se llama Andrés y hubo un tiempo en que fuimos uña y carne, como se dice por aquí, pero todo se complicó un poco.
¿Y en qué pensaba yo mientras tanto? Corría por el campo con ímpetu renovado, porque marcar un gol en aquellas condiciones es como si te inyectaran un combinado de vitaminas directamente en vena, hasta Luis me abrazó, me abrazó Manolo, que me susurró al oído que era un crack; y yo me lo creí.
Los minutos pasaban como arrastrados por una cadena, hasta que para alivio de mi padre, que consumía un cigarrillo tras otro, el árbitro se dio por aludido y pitó, ¡por fin!, el final del partido. Nadie, ni mi padre, ni madre, ni yo que los veía entonces a lo lejos podíamos contener la alegría desbordante que lo llenaba todo de orgullo, de triunfo y de fútbol.
Sin embargo mi madre nunca lo entendió aunque yo sé que ella también se sentía contenta por mi triunfo. Mi madre se llamaba Ángela, bueno, supongo que se seguirá llamando así, hace tanto tiempo que no sé nada de ella. Es una mujer muy alta, más alta que mi padre y con el pelo siempre muy corto, como si fuera un chico. Su voz es muy profunda y dice las cosas de forma muy directa, sin cortarse. Mi madre se aburría mortalmente en el fútbol, y aunque gritó con pasión el pitido final, en lo que de verdad ella pensaba era en las notas que iba a traer con tanto balón.

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Cuando sea mayor
Teen FictionVíctor está muerto pero sigue vivo. Es un zombi que no da miedo, lo único que quiere es que leas su historia: te está esperando en las páginas de Cuando sea mayor. Víctor quiso ser futbolista profesional, y si quieres saber cómo llegó a convertirse...