Tras el primer partido llegó el segundo y de nuevo me convocaron de suplente, con lo que la tragedia fue un auténtico drama. Mi padre trató de buscarle el lado positivo, "peor hubiera sido que no te convocaran", aunque llegado el momento no separó los dedos de un cigarrillo en la vana espera de que el próximo cambio me tocara a mí. Y mientras a mi padre se lo llevaban los demonios viendo a su hijo languidecer en el banquillo, Luis se iba haciendo dueño de un balón tras otro, del público que empezó a corear su nombre, y de las intenciones del ojeador de primera división, que acompañaba a su padre en el palco. Y como el destino juega con nuestros mejores y peores deseos, se conjuró contra mí y contra mi padre, y el estadio estalló en un gol potente que la megafonía vino a certificar como si se tratara de una pesadilla hecha realidad:
—Gol del número 16, Luis Recarde.
Y Andrés, o sea mi padre, volvió de nuevo a maldecir al entrenador como solo saben maldecirlo los padres que no sacan a jugar a sus hijos al terreno de juego. Te lo puedes imaginar. Al final del partido Vicente, el padre de Luis, se comportó como si yo no existiera, no tuvo ni una palabra de ánimo, ni una palabra de consuelo para mí, y aquello me dolía, y le dolía aún más a mi padre. Por supuesto este se negó a darle la enhorabuena, pues era de los que piensan que no hay fortuna sin desgracia, y que la suerte de Luis era mi condenación como futbolista, y nunca han sido los perdedores quienes feliciten a los ganadores sino al contrario. Cuando salí del vestuario, mi padre cambió la expresión de su rostro apesadumbrado y buscó en el interior de sí mismo un poco de entusiasmo, pero yo sabía que la procesión iba por dentro.
—Vamos, campeón, que el próximo es tuyo —pero de nada le sirvió poner su mejor sonrisa, sus mejores palabras, sus mejores ganas de ser positivo, porque yo tenía el ánimo por los suelos y muy a mi pesar rompí a llorar como un niño. En realidad es que solo tenía 16 años.
Aquel día no cené. Qué menos. Ganador de liga, convocado por el primer equipo para la campaña de verano y dos partidos de suplente sin jugar. Claro que también estaba lo de Luis. Eso era quizás lo que más me pesaba. Me tumbé en la cama y cuando desperté eran las dos de la madrugada, estaba tapado por una sábana y un vaso de leche en la mesita de noche tenía ya una suave capa de nata. Me levanté y advertí que había luz en el salón, lo que estimuló mi curiosidad. Abrí un resquicio de la puerta y vi a mi padre de espaldas hojear el álbum. Desde que empecé en el fútbol mi padre había ido formando una colección con recuerdos de cada uno de los partidos que había jugado: entradas, fichas y algún recorte de prensa en el que no se me veía muy bien. Todo cuidadosamente ordenado y pegado en unas hojas de cartoné que habíamos visto juntos hasta dejarlas amarillas. Mi padre hacía un gesto extraño con la mano, se la llevaba a la frente como si le doliera la cabeza, y después la pasaba por el papel y acariciaba con los dedos la frágil consistencia de una ilusión. Por primera vez pensé si de verdad a mí me gustaba el fútbol, y a vueltas con ese pensamiento extraño volví a la cama.

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Cuando sea mayor
Novela JuvenilVíctor está muerto pero sigue vivo. Es un zombi que no da miedo, lo único que quiere es que leas su historia: te está esperando en las páginas de Cuando sea mayor. Víctor quiso ser futbolista profesional, y si quieres saber cómo llegó a convertirse...