Parte 29

1 0 0
                                    

            Llegó el sábado y nos fuimos a una discoteca gigantesca que había en la antigua fábrica de azúcar. Me enloquecía aquel lugar, me enloquecía su música y muchas cosas más.

—¿No te estás acelerando mucho? —me preguntó Manolo preocupado por el ritmo con el que consumía una tras otra las botellas de agua.

—Controlo, tío, controlo —le dije mientras dejaba en la barra un botellín de agua, y ponía el automático camino de la pista de baile.

El calor era infernal. El aire acondicionado a duras penas si podía competir con el calor que desprendían las luces. Los rebotes de los flashes en el techo acristalado envolvían el ambiente como si se tratara de un globo mareante. Manolo no se animaba y permanecía pegado a la barra, pues por la pierna le corría un culebra punzante que se le revolvía en la ingle y lo ponía de mala leche.

Regresé con Jesús, uno de los chavales de la pizzería con el que había hecho buenas migas, mareados los dos de risas, sudor y colonia barata, ya ni siquiera llevábamos puesta la camiseta. Pedí un refresco de limón con vodka y al ir a pagar comprobé que no me quedaba nada, lo que ponía el fin de la noche.

—¿A ti cuánto te queda? —le pregunté Jesús.

—Lo suficiente como para hacerme con unas pirulis Dino, pero para nada más.

—Manolito anda, acoquina con la copa. —le dije a Manolo.

En un gesto mecánico Manolo pagó lo que faltaba. Yo notaba que estaba borracho, muy borracho, y que a la noche aún le quedaba un buen rato.

—¿Ya estáis con esa mierda? —a Manolo le molestaba que me hubiera pegado tanto a Jesús. Jesús era un tío con mucha marcha que se ponía de pastis hasta las cejas. Era la gran novedad: pastillas de éxtasis que te colocaban un subidón en menos de diez minutos. Jesús tenía una colección completa con dibujos de caballitos de mar, peces, conejitos de play-boy, iconos de ordenador, pax, appel o una corona. Se limitaba a los fines de semana y la verdad es que todos nos sentíamos inmunes a un riesgo que creíamos ficticio. El problema era la sed; después del subidón era como si estuvieras masticando sal, te entraba una sed terrible, una sed como nadie nunca la ha conocido.

Nos habíamos quedado sin mercancía así que acudimos a un tipo que conocía Jesús. Lo localizamos acodado en la barra.

— ¿Cuánto me has dicho que era? —le pregunté al chico por el precio.

—Me parece que estas te vienen un poco grandes —respondió el chico al que el aliento le olía a rayos. En menos de una hora habían doblado el precio.

—Hace un rato las tenías a la mitad, venga ábrete y no nos agües la fiesta. —protestó Jesús.

—Eso fue hace un rato, o lo tomas o lo dejas.

Cuando sea mayorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora