Por fin llegó el partido. Fue en casa y yo calentaba el banquillo, pero, ¡qué demonios!, era casi un profesional. En el minuto 30 de la segunda parte los espectadores lamentaron una ocasión perdida de gol, y Manolo pensó que eso pasaba por haberlo puesto en un lugar que no era el suyo. Sustitución y al banquillo. Se sentó con un cuadro de derrota en la cara y las lágrimas a punto de desbordar los párpados, pues veía escrito en la mirada de los demás que todos pensaban que era una era una mierda. Y era verdad, todos lo pensábamos. Traté de darle ánimos, pero notó la falta de convicción en mis palabras. Así que opté decirle algo que le levantara el ánimo.
—Carmen ha venido —le dije.
Manolo la buscó en el fondo de la grada, donde un chica de pelo negro le hacía un gesto de coraje que le salvó el partido.
Entretanto yo contaba los minutos para el final: veinte y un cambio. El tiempo justo para salir y marcar un gol. Entonce oí las palabras mágicas.
—Ve preparándote.
Me levanté nervioso y empecé a quitarme el chándal.
—Tú no, el Sebas.
Yo estaba seguro de haber oído alguna risa, pero todos mis compañeros tenían la misma cara de alelados que suelen tener los ocupantes del banquillo a veinte minutos del final; y justo entonces va Luis y marca un gol, y yo deseé con todo mi corazón que se hubiera roto una pierna. Fue la primera vez que experimenté ese sentimiento tan destructor que se llama envidia. Para acabar de arreglarlo me dirigí al entrenador y le pedí explicaciones: "¿por qué yo no?" , pero aquel hombre no se dio cuenta de que la saliva me ahogaba las palabras al mismo filo de la garganta, ni tampoco reparó en que llegué a tirarle de la manga como un niño que reclama la atención de un padre despistado. Sin embargo, lo más doloroso vendría después cuando me acerqué a felicitar a Luis y pasó a mi lado como quien pasa junto a un perro muerto, ni tuvo una palabra amable, ni mucho menos se dignó en compadecerse de mí, aunque fuera solo un poquito. Ni te cuento lo que deseé entonces.
En el trayecto a casa no abrí la boca, lo que no impidió que mi padre se mostrara incontenible: "no tiene importancia, es el primero, tiempo al tiempo". En algún momento me hubiera gustado decirle que se callara pero hubiera tenido que amordazarlo para que mi padre simplemente me oyera. Al llegar a mi casa mi madre intentó ser amable:
—Seguro que la próxima vez juegas —y acercó los labios para darme un beso que rechacé con una inclinación hacia adelante, pues interpreté sus palabras como vacías de emoción y cargadas de reproche.
—¿Ha llamado Luis? —dije
—Déjate tú de Luis.
Despechado me fui a mi cuarto acompañado de los crueles cánticos de Lucía.
—¡No ha jugado, no ha jugado, no ha jugado!
Me tumbé en la cama con la cabeza en los pies para ver mejor la ventana de la casa del pobre Manolo. No se podía jugar peor, pensé y me pregunté si debería yo llamarlo. ¿Estaría Manolo esperando una llamado mía como yo esperaba una de Luis? Manolo asomó la cabeza por la ventana del dormitorio y me saludó con la mano. Respondí con desgana y eché la persiana, en un gesto de crueldad calculada porque tenía ganas de hacerle daño a alguien. Si a mí me hubieran dado la oportunidad de jugar habría marcado al menos dos goles, los tenía como dibujados en la cabeza. Mi padre entró en el cuarto.
—¿Cómo va eso campeón? Sé de buena tinta que para el próximo encuentro llega un ojeador. Es una oportunidad que no vamos a dejar escapar.
—Eso si juego.
—Ya verás como sí, mañana mismo hablo yo con el entrenador.
—¿Ha llamado Luis?
—Deberías cortarte un poco el pelo, con el pelo corto das mejor. Eso vamos a hacer mañana, irnos a cortar el pelo, ¿está claro, campeón?
Creo que me convertí en zombi sin que mi padre supiera a ciencia cierta hasta qué punto me molestaba que me llamara "campeón"; no se lo dije nunca y ahora me arrepiento porque en este estado en el que me encuentro, en esta zona confusa entre la vida y la muerte no puedo decirle que deje de hacerlo, aunque la verdad es que ya me he acostumbrado. Y en el fondo me gusta.
El resto de la tarde lo pasé yendo de un sitio para otro a la espera de una llamada de Luis, pero Luis no dio señales de vida. Finalmente me senté en la terraza, mientras contemplaba en los cristales del edificio de enfrente cómo atardecía en el barrio.
—Víctor vamos a cenar —era ya la octava vez que mi madre me repetía lo mismo, pero yo no apartaba los ojos de la esquina por donde se supone que llegaría Luis, hasta que Lucía me inyectó una dosis importante de realidad.
—No va a venir, yo lo sé.

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Cuando sea mayor
Teen FictionVíctor está muerto pero sigue vivo. Es un zombi que no da miedo, lo único que quiere es que leas su historia: te está esperando en las páginas de Cuando sea mayor. Víctor quiso ser futbolista profesional, y si quieres saber cómo llegó a convertirse...