—Vamos a hacer unos cambios y no quiero protestas —con esas palabras, Carlos, el entrenador de juveniles, ya se delataba, pues sabía que la nueva alineación no iba a ser del gusto de todos. Ninguno tenía resuello. Manolo a mi lado no paraba de mover las piernas.
—Vamos a jugar un 4-4-2 —continuó Carlos— Juanmi de portero, Matías de lateral izquierdo, Manolo y Lope de centrales, Tomás de lateral derecho.
—¿Por qué de lateral derecho?
—He dicho que no quiero protestas. Joaquín de medio centro y Rafa acompañándolo, Alex de medio por la derecha y José Andrés por la izquierda, David de media punta y Polo de delantero centro. Diego y Antonio no van convocados, los demás en el banquillo.
En realidad yo ya intuía que no me iban a convocar pero no me conformaba.
—¿Todos los demás? —pregunté con un tono despectivo.
—Todos —fue la respuesta seca de Carlos.
Abandoné el entrenamiento sin despedirme, y al llegar al vestuario pateé un balón que rebotó contra las paredes, recogí mis cosas y cerré la taquilla de un portazo.
Lo peor vino después. Tumbado en la cama de mi habitación me tapé los oídos para amortiguar las voces de mi padre y de mi madre: "que si se va a enterar, que hay que tener las entrañas muy negras para hacer una cosa así", "que Andrés por el amor de Dios no la líes más", intentaba mi madre poner un poco de cordura pero fue imposible. Mi padre abrió la puerta y fue categórico:
—Dejas el club —declaró con energía pero su voz se fue apagando poco a poco— no quiero que te preocupes, yo me encargo de todo —titubeaba sin remedio— ya verás como pronto vuelves a jugar —se quedó sin habla y pasaron cinco segundos interminables en los que solo se oía el rumor de la lavadora—, no te preocupes, todo va a salir bien.
Pasaron dos semanas antes de que volviera por el club para desalojar la taquilla. Había recibido una carta en la que me animaban a vaciarla antes de que mis cosas acabaran en la basura. Esperé a que no hubiera nadie y me colé a escondidas cuando el último de los nuevos jugadores se iba para el campo. Abrí la portezuela de latón y el olor me recordó cuando llegué al club y tenía que subirme en una banqueta porque no llegaba a la cerradura. En una mochila fui guardando los recuerdos acumulados durante seis años: botas, camisetas, espinilleras, alguna fotografía que me miraba desde la distancia, un recorte del Marca que tiré a la basura, chicles sin azúcar ya caducados, un silbato de una vez que fui árbitro y un libro de sociales que a saber cuántas veces busqué en casa. Dejé las llaves en la cerradura y salí antes de que los jugadores regresaran del entrenamiento. Tuve la tentación de volverme para echar un último vistazo pero me pudo el orgullo. Apreté los dientes y aceleré el paso para salir cuanto antes de allí, me subí en el coche y le pedí con todas mis fuerzas a Dios que mi padre no hiciera ningún comentario.
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Cuando sea mayor
Genç KurguVíctor está muerto pero sigue vivo. Es un zombi que no da miedo, lo único que quiere es que leas su historia: te está esperando en las páginas de Cuando sea mayor. Víctor quiso ser futbolista profesional, y si quieres saber cómo llegó a convertirse...