Parte 12

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Me resigné a mi vuelta a los juveniles y poco a poco le fui pillando el gusto a las tardes de playa que tenía olvidadas desde que era un crío. Así fueron pasado los días vacíos del verano hasta que sin querer llegó septiembre y con septiembre el fastidio de las clases. De nada me habían servido todos mis intentos por evitar volver al instituto, mi madre había sido inflexible. Ni mi brillante carrera deportiva ni mi buen comportamiento me libraban de repetir. Para colmo me obligaron a firmar un contrato de aprovechamiento que un imbécil se había sacado de la manga. Todo eran compromisos por trabajar en clase, traer la tarea, el material, y un largo y aburrido etcétera.

Recuerdo que ya el primer día me presenté en la clase sin bolígrafo ni papel, en medio de una patulea de niñatos dos años menores que yo, a los que veía como a unos críos. No saludé a nadie, y como no podía ser de otra manera me senté al final del aula. La hora se me hizo insoportable, tuvimos que copiar dos veces el horario porque el tutor se confundió y lo dictó al revés, y como estaba distraído me obligaron a que lo copiara en la pizarra, ejercicio de humillación que me comió la moral. A la salida estaban Manolo, Pedro y Carmen.

Hablamos de nuestros respectivos tutores, y Manolo contó que le había tocado en suerte uno a quien llamaban Chincheto, viejo conocido mío, que debía el mote a que parecía una chincheta con el pelo aplastado. Después seguimos hablando de cosas del verano, algunos comentarios sobre lo largo que iba a ser el curso, si estaba más bueno el bocata de tortilla o el de atún con tomate — la especialidad de la casa— o si los pechos de silicona estallaban en los aviones. Así hasta que apareció Luis seguido de un grupo de alumnos algo mayores. Pedro fue el primero en fijarse.

—Cómo te miman Luisito, vaya zapas —en referencia a sus carísimas zapatillas deportivas.

Luis lo ignoró como se ignora el cadáver de una rata. Se acercó a mí con la actitud del traidor que evita mirar a los ojos a su antiguos camaradas de presidio.

—¿Qué pasa Chaval? —y me tendió la palma de la mano para que yo la chocara con la suya, lo que hice sin apenas ganas, más bien por cumplir. No nos habíamos visto, ni siquiera llamado en todo el verano, pero la verdad es que a menudo me acordaba de él.

—¿Qué tal el verano? —preguntó Luis después de un silencio incómodo.

—Bien, ¿qué sabes de lo tuyo? —le dije.

—No hay nada fijo, pero es casi seguro que me quedo en el club la temporada que viene —a Luis no le salió nada más. Asentí y se hizo de nuevo otro silencio culpable entre quienes nos lo hemos contado todo y ya no tienen nada que decirse. Los chicos que rodeaban a Luis insistieron en marcharse.

—No es tan malo que vuelvas a los juveniles, habría quien daría lo que fuera por estar en tu pellejo —trató Luis de serme franco.

—Me la suda el equipo —le solté con esa mirada dura que solo sabemos poner los adolescentes a los dieciséis años, y lo dejé con dos palmos de narices.

                                                                                                        ***

De vuelta a casa me senté frente a los libros. Eran los mismos del año pasado, salvo el del inglés, que habían cambiado porque medio instituto se conocía las respuestas a los ejercicios. Recordaba que siendo un crío me pasaba las horas muertas hojeando y oliendo los libros nuevos, pero de aquello hacía ya mucho tiempo. Recordaba también que hubo un momento en que me gustaba hacer los deberes, que me pasaba tardes enteras frente a problemas de matemáticas, ejercicios de sociales —había algo más bonito que hacer un mapa— o memorizando un poema, hasta que poco a poco perdí el hilo y todo aquello se volvió cada vez más y más inexplicable. Durante un tiempo traté de esforzarme y seguir como siempre: cada vez que pedían un voluntario levantaba la mano pero no daba una. A las risas de mis compañeros vino a sumarse la incomprensión de algunos maestros, que dudaban sobre lo que iba a decir. ¿Otra tontería, Víctor? Así que terminé por aburrirme y perdí todo el interés que tenía, lo que coincidió con mis primeros pases magistrales con el balón. Y el fútbol lo fue llenando todo. Conservé el gusto de la lectura, sobre todo antes de acostarme pero siempre leía los mismos libros, y me costaba cambiar. Te puedo recitar de memoria el principio de uno de ellos: <<El día 14 de enero de 1862, había asistido un numeroso auditorio a la sesión de la Real Sociedad Geográfica de Londres, plaza de Waterloo, 3>>, Julio Verne Cinco semanas en globo.

Cuando sea mayorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora