Parte 20

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            A la mañana siguiente en el comedor no cabía un alma. El ruido era ensordecedor y la verdad era que no me apetecía desayunar. Tras una cola que se me hizo eterna, pude hacerme con un zumo de naranja, un Cola-cao y un bollo relleno de algo tan repugnante como cabello de ángel. Si conseguir la comida fue algo heroico, encontrar mesa era una aventura. Llevaba como tres vueltas al comedor cuando oí una voz.

— ¡Eh tú, el futbolista!

Tardé como cinco segundos en reconocer a Patricia, la chica de la noche pasada, que compartía mesa con otras dos tías, que me recibieron con algo que odio, risitas. Llegué con la bandeja hecha una pena, pues se había derramado el zumo de naranja y el Cola-cao, formando una mezcla repugnante que había terminado empapando el bollo. Cuando me sentaba, a punto estuve de ponerle por sombrero la bandeja a una delgadita con cara de magdalena que resultó llamarse Jessica. Conseguí a duras penas acomodarme en el asiento, justo al lado de Jenifer, quien me saludó con un beso. Jenifer era enorme en todos los sentidos, tenía unas manos que podían ser como dos veces las mías, y me recordaba a Carmen, por lo que decidí ignorarla, pues me ponía triste.

Apenas si puede articular cuatro palabras; un "sí", un "no", un "tal vez". Lo más elaborado que dije fue "llegué ayer", dos palabras muy simples. Aunque si te soy sincero estaba deseando largarme porque las risitas no paraban.

—Me tengo que ir, me esperan en el club.

—Espero que nos veamos pronto —me respondió Patricia, y yo no dije nada, solo asentí como un idiota.

Media hora después llegué al club acompañado de Amaro. El estadio me pareció pequeño, pero al menos era de nueva planta. Los vestuarios olían a plástico y humedad.

—Este es Víctor —me presentó Amaro.

Cabeceé en señal de asentimiento y luego vinieron las presentaciones. Los había de Ciudad Real, de Oviedo, un chico de Teruel y varios más de lugares que me sonaban a chino. Podría saber dónde estaba Soria, ¿pero quién demonios conocía un lugar como Bolaños?

—Diez minutos de calentamiento y después unos estiramientos. Probaremos tiros a puerta, libres directos y penaltis, luego partidillo, ¡vamos! —y con una palmada nos pusimos en marcha.

Se inició así un tiempo tonto dominado por la rutina: entrenamientos, residencia, entrenamientos, algún paseo por el pueblo de camino al campo o de regreso, y los fines de semana visita de mi familia. El tiempo libre lo pasaba delante de la televisión, leyendo o dándole patadas al balón en el patio trasero de la residencia. De vez en cuando jugaba un partidillo con los internos o me echaba a dormir la siesta. Evitaba pensar y que los recuerdos que me ataban a mi pasado se adueñaran de mi estado de ánimo. No sentía curiosidad por nada y entre tanto estudiante me sentía marginado. Evitaba los grupos y me avergonzaba cuando discutían de algo que a mí me sobrepasaba, que era casi todo, aunque un día le pegué un corte a uno que no se había leído una novela que yo recordaba muy bien porque la tenía muy reciente, Como agua para chocolate. Ni siquiera la ciudad despertó en mí el más mínimo interés: poco a poco fue configurándose como un mundo aparte, hostil y lejano que no me ofrecía nada interesante. Y así llegó el primer partido, y la primera oportunidad.

—¡Venga! —me ordenó Amaro sin ni siquiera mirarme a los ojos.

—¿Yo?

—No, va a ser tu padre, date prisa.

<<Es que no te llegaban balones. Tú jugaste bien, pero a veces la suerte hace que al mejor jugador no le lleguen balones, y entonces nadie se da cuenta, salvo quien mira con atención desde la grada>>. Vino a contarme mi padre muchas veces . Nunca me dijo que Amaro cabeceaba en señal de desaprobación cuando me senté en el banquillo. O no lo vio o no quiso decírmelo, pero yo sí que me di cuenta.

Cuando sea mayorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora