Parte 13

3 0 0
                                        


Un mes después de aquello entré en la clase tan despistado como de costumbre, sorprendido de que todo el mundo estuviera concentrado frente a unos cuantos folios de notaciones. Raro era que hubiera tanto silencio.

—¿Qué pasa? —le pregunté extrañado a Pedro, que movía los labios sin voz como rezando una letanía.

—El examen de Mates, tío.

Me encogí de hombros, que era la respuesta más común en mí, y me senté en el primer puesto vacío que encontré. ¿Habrá algo más aburrido que un examen? No tardó mucho en llegar el profesor, con esa seguridad insolente que da el tener la sartén por el mango. Puse el nombre y dejé el ejercicio en una esquina.

—Al menos podrías intentarlo.

—No he estudiado.

—He dicho intentarlo, no si has estudiado.

Saqué de mala gana un bolígrafo y mientras los demás se afanaban en aquel galimatías de números y problemas, me entretuve en trazar una línea tras otra siguiendo el curso que me marcaban los rayos de sol. Media hora más tarde, entre sudores y algún amago de taquicardia por parte de mis compañeros, el tiempo llegó inexorablemente a su fin. El profesor pasó a mi lado y se quedó contemplando durante algunos segundos mi obra maestra, con la que yo pretendía golpearle en la conciencia a aquel hombre que con tanta facilidad perdía los nervios. Sonó la sirena, lo dejé con el papel entre las manos y salí precipitadamente del aula hasta ganar el patio, donde me esperaban Carmen y Manolo.

Cada vez me iba acercando más y más a Manolo, hasta el punto de que ahora era lo más parecido a mi mejor amigo. Estaba contento por ello, porque así seguro que me olvidaría de Luis.

—Felicidades tío —me dijo Manolo nada más verme.

—Gracias —contesté, sorprendido de que se hubiera acordado de mi cumpleaños. Carmen me dio un beso en la mejilla que olía a golosina y Pedro tardó una eternidad en interpretar las indicaciones que le daba Manolo para que me felicitara.

Me llamó la atención lo guapa que estaba Carmen aquella mañana, cuyo rostro se encendió a un roce de su mano con la de Manolo. Quise hacerme el cómplice con Pedro, pero si había algo imposible era hacerse cómplice de nada con él.

—Estos van a caer de un día para otro.

—¿Y eso? ¿Dónde se van a caer? Oye pues se lo decimos no sea que se hagan daño.

De regreso a casa me detuve en la esquina de la calle de Luis. Un camión hacía la mudanza: se trasladaban a un barrio desde el que se veía el mar, pues allí a lo máximo que se podía llegar era a intuirlo. Junto a la puerta del edificio, el padre de Luis le enseñaba a la gente del barrio un todoterreno reluciente. Esperé unos minutos a que apareciera Luis pero no dio señales de vida. Entre la desilusión y el cansancio me fui a casa.

—¡Felicidades campeón! —fueron las primeras palabras de mi padre cuando llegó. Lucía apareció con un regalo entre las manos, me dio un beso y me acarició la mejilla. Me dijo al oído felicidades y me entrego el envoltorio de un libro que agregar a la reducida biblioteca familiar.

Mi padre me regaló un reloj digital, que pasaba por ser el artilugio más moderno que se podía tener entonces. Dejé el libro a un lado y me senté en el sofá con el libro de instrucciones mientras mi padre me iba desgranado todas las posibilidades del aparato, sobre cuyas utilidades no tenía la más mínima idea. ¿Para qué quería yo que marcara la altitud? Me hubiera gustado un teléfono móvil pero entonces era solo un lujo al alcance de unos pocos.

De pronto me entristecí. ¿Me llamaría Luis? Sería la primera vez desde que tenía uso de razón que no pasábamos juntos mi cumpleaños. Me embargó un sentimiento de profundo pesar, pues pronto solo seríamos el uno para el otro un recuerdo imposible de ubicar en la memoria.

—¿Ha llamado Luis? —no pude resistirme a hacer la pregunta.

—No —respondió distraída mi madre — ¿por qué no bajas a por el pan?

Asentí sin convicción y al regresar volví a plantear la pregunta y la respuesta fue la misma. Comprobé la línea, si el teléfono inalámbrico tenía pilas ... pero Luis no llamó.

Mi madre apareció en mi cuarto y se alegró de verme con el libro entre las manos.

—¿Te gusta?

—Está bien, aunque no entiendo muy bien qué buscan en la isla.

—Sigue leyendo, se explica en el segundo capítulo. ¿Vas a salir ahora?

—Sí, supongo.

Como ella no era de darle muchas vueltas a las cosas fue directa al grano:

—No merece la pena que estés así, si no ha llamado peor para él.

Seguí con la mirada perdida en el libro, cuyas letras empezaron a danzar en el papel. Mi madre me abrazó como cuando era un niño, y a mí las letras del libro se me iban haciendo cada vez más borrosas.

A la caída de la tarde Manolo, Carmen y Pedro vinieron a sacarme de mi aburrimiento. Me lo pensé dos veces y al final llegué a la conclusión de que mejor era aquello que nada, así que me decidí a salir con ellos. Si aparecía Luis que me buscara por el barrio, al fin y al cabo no era tan grande.

Cuando sea mayorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora