Una semana después llegaba el gran día, la convocatoria para jugar la liguilla del verano. Recuerdo que pasaba la mano por el césped del campo dejando que la hierba empapada de rocío de colara entre los dedos. Sentí un temblor electrizante en la mano, como si las hojas del césped fueran las cuchillas de una maquinilla de afeitar. Hace mucho tiempo que no siento nada. Es una de las ventajas de ser un zombi que como tu cuerpo está muerto no tienes dolor ni picor, ni nada de nada. También es un inconveniente, porque tampoco puedes sentir algo agradable.
El caso era que todos los convocados teníamos un solo pensamiento en la cabeza, como un virus residente en la memoria de un ordenador. Nadie hablaba, nada se oía salvo el gorgoteo de alguien al que la saliva no le pasaba por la garganta ¿Sería yo uno de los elegidos?
Esperábamos la llegada de Carlos, el entrenador de las categorías inferiores. Se notaban los nervios y el malestar, la certeza de que la carrera deportiva de algunos llegaría al final en ese mismo instante, y eso que ninguno habíamos cumplido aún los dieciocho años. No podía parar de mover las piernas, y sentía el estómago vacío porque no había podido desayunar; una pelota me aplastaba la barriga y se hacía cada vez más grande. También me remordía la conciencia.
—Víctor, hijo, tómate algo y no salgas con el estómago vacío —me dijo mi madre con el tono dolorido de todas las madres y obtuvo un portazo por agradecimiento. Yo me fui preocupado por la convocatoria, y ella se quedó como vacía, un poco traspuesta, así que se apoyó un momento en la mesa de la cocina y después se lavó la cara con abundante agua fría mientras no paraba de decirse que eran cosas de la edad.
<<¿Te acuerdas Víctor cuando te iban a convocar en el primer equipo y me dejaste con un portazo por respuesta? No es un reproche hijo, es que todavía me acuerdo del disgusto que me diste, que me tuve que lavar la cara en el baño>>, fue lo que me dijo ella, y es posible que el que se apoyara en la mesa de la cocina me lo haya inventado yo. Me gustaría tanto volver a oír su voz.
Manolo estaba a mi lado. Tuve serias dudas sobre si volvería a hablarme o no, pero Manolo se comportó igual que lo había hecho durante los últimos diez años. Él aguantaba mejor los nervios que yo, aunque de vez en cuando se comía una uña.
Frente a notros estaba Luis, la mirada perdida en el césped, de vez en cuando se metía los dedos en la nariz. Al llegar no nos habíamos cruzado una sola palabra, ni siquiera un saludo en los vestuarios mientras nos cambiábamos. Tampoco teníamos por qué estar hablando todo el día si ya nos habíamos visto la noche pasada, pero yo intuía que ocurría algo extraño con Luis. Y entonces alguien alzó la voz.
—Ya viene Carlos.
Miradas vacilantes, resoplidos, manos sudadas que se frotan contra el pantalón, piernas cansadas que no pueden estarse quietas y el estómago revuelto. Carlos no venía solo, lo acompañaba Lorenzo, el entrenador del primer equipo.
—Será una rueda, los que entrenen ahora irán al partido de la semana que viene, después ya veremos, pero aquí no hay nada decidido —advirtió Lorenzo— . No quiero caras largas, ni protestas. Víctor, Luis y Manolo serán los primeros.
Fue así de breve, así de contundente. "Lo sabía", como también sabía que no iban a probar a más de seis, y de los seis con suerte entraría en el primer equipo solo uno, el elegido. Y ese podría ser yo. Las felicitaciones de los compañeros llevaban escritas en la cara el amargo sabor de la derrota, pero eran sinceras en su mayoría.
—Vosotros tres conmigo —ordenó Lorenzo.
Ninguno nos atrevíamos a cruzar el umbral del vestuario. A mí el corazón casi se me salía del pecho, ¿qué iba a decir mi padre a todo esto? Mis compañeros del primer equipo se quedaron mirándonos y nosotros allí quietos sin saber muy bien qué hacer hasta que una camiseta fue a darle a Luis en la cara, y al poco un pantalón cayó sobre la cabeza de Manolo, y después nos llovieron calcetines y hubo alguien que incluso nos tiró un calzoncillo que se me quedó colgado de una oreja. Risas, empujones, y el vestuario fue nuestro.
—Ahí tenéis el equipo, en diez minutos os quiero fuera —Lorenzo cortó de golpe la fiesta y todos los jugadores excepto nosotros tres salimos al campo.
Cuidadosamente doblada en un banco había tres hatillos de ropa: camiseta, pantalón, calcetines, medias, botas, chándal y deportivas. A un lado, una bolsa de deporte azul que olía a coche nuevo con la insignia del club bordada en un lateral. Ninguno de los tres sabía muy bien por dónde empezar, hasta que me animé a quitarle el plástico a la camiseta y descubrí en la espalda mi nombre junto al número 15.
Dos horas más tarde Lorenzo daba la alineación del partido. Íbamos a jugar un 4-1-3-2. Manolo iba, junto a un tal Pepe, de lateral, otros dos de centrales y uno al que decían "Soplo" serviría de enlace entre la defensa y el medio campo. A mí la ansiedad empezaba a ganarme la partida y casi estaba a punto de romper la cremallera del chándal. Lorenzo fue desgranando la alineación que remató con Víctor, Luis, Gabino y Pedro Antonio en el banquillo. No iba a jugar. Maldita sea.
He tenido mucho tiempo para pensarlo, y creo que ese fue el momento en el que se torció todo. Una decisión sin importancia iba a condicionar mi vida y el resto de mi muerte para siempre; oír mi nombre asociado al banquillo. Imagino que pudo haberse arreglado en otro momento, pero no fue así, y no merece la pena darle demasiadas vueltas al asunto.
—Es lo normal —trató de quitarle importancia mi padre que tenía una confianza ciega en mí, y achacó el puesto en el banquillo a una estrategia del entrenador. A mí no me consoló que mi suerte fuera pareja a la de Luis, y me dolía en lo más profundo de mi ser la buena estrella de Manolo.
—¿No te han convocado? —le preguntó su padre a Manolo.
—Sí pero de lateral izquierdo —respondió Manolo con maldisimulada decepción en la voz.
—No pareces contento.
—No es mi posición.
Luis no podía ocultar su disgusto y se fue con su padre tan pronto como salió. Mi padre tenía el coche en el taller así que tuvimos que irnos con Manolo y Miguel, que durante el trayecto no dejó de mirar un instante el reloj mientras conducía, ante la desesperación de mi padre: "No, si tendremos un accidente", murmuraba.
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Cuando sea mayor
Teen FictionVíctor está muerto pero sigue vivo. Es un zombi que no da miedo, lo único que quiere es que leas su historia: te está esperando en las páginas de Cuando sea mayor. Víctor quiso ser futbolista profesional, y si quieres saber cómo llegó a convertirse...