Se acercaba la fecha del partido, y desde mi negativa a participar en él las relaciones con los compañeros en el club fueron de mal en peor. Nadie me saludaba ni yo saludaba a nadie. Para colmo, un compañero se había lesionado descargando un camión de ladrillos, otro tenía la gripe y otro más decía que se moría sin poder levantarse del water por los malditos nervios. El mister insistía en que yo fuera de suplente.
—¿Y Santi?
—Tú déjate de Santi —dijo el entrenador.
—¿Entonces?
—Mira estamos los justos, no tengo más opción que convocarte, ¿entendido?
—Ya te he dicho que no, apáñate con los otros.
—No voy a arriesgarme, solo vas a estar en el banquillo, o eso ...
—¿O eso o qué? — le respondí con voz firme y pausada.
Me acordé del momento en que Amaro me cogió de la sudadera. Cuando me quedé solo en el vestuario tuve la misma sensación extraña, como si el estómago se me llenara de mariposas y estuviera a punto de vomitar.
***
Por fin llegó el día. A veinte minutos de que terminara el partido el marcador lucía un flamante cero a cero. Desde la grada empezaron a oírse algunos pitidos.
—Claro que protestan, como que no son tontos —murmuró el entrenador, consciente de que es muy difícil darle a los aficionados gato por liebre. Un empleado del club bajó de dos en dos las gradas procedente de la tribuna presidencial.
—¿Es que no ves que Jose no puede más? —le dijo.
—Pues que aguante, solo queda un cuarto de hora —respondió el mister.
—Pero si se están dando cuenta hasta los niños de pecho.
—¿Qué palabra no has entendido? ¡Díme!
El árbitro paró el encuentro. Jose tenía la pierna como un tambor y aún quedaba un cambio. El árbitro volvió la mirada al banquillo y el entrenador entendió que se la estaba jugando. Aquello ya tenía todos los visos de ser un ultimatum.
—Ve preparándote, pero mucho cuidadito conmigo que te despellejo vivo—me dijo.
—No —pero la negativa solo hizo empeorar las cosas.
—¿Qué?
—¿Me quieres explicar qué está pasando? —preguntó el empleado
— Que no salgo.
—Nos está mirando todo el mundo —me dijo el mister masticando cada una de las sílabas de cada una de las palabras.
Busqué a mi padre en la grada como una forma de pedir auxilio pero no lo vi. El árbitro abrió las manos como implorando ayuda al cielo mientras el mister ganaba tiempo y con un gesto paternal me pasó la mano por el hombro a la par que forzaba la sonrisa de una rata.
—No me toques —le dije mientras apartaba la mano de mi hombro.
De nuevo la misma sensación, como si decenas de ojos escrutaran en mi interior, y de nuevo busqué a mi padre entre los muchos aficionados que ya se levantaban empuñando periódicos, cojines y alguna botella de agua que blandían en el aire en señal de protesta.
—Te juro ... —empezó a decir el mister pero yo dejé de oírlo porque a sus palabras se sobrepusieron las palabras de mi padre, que consciente de lo que estaba pasando había bajado al banquillo y se había situado justo detrás de mí.
—Enciérrate atrás y déjate llevar —me dijo
Sentí un nudo en la garganta y cómo me flaqueaban las piernas. No tenía fuerzas para mirarlo a la cara, así que me incorporé y el público se tranquilizó, se amortiguaron las voces, el linier comprobó los tacos y salté al terreno de juego. Me crucé con Jose, al que el dolor de la pierna le retorcía la cara como si fuera Jocker, el enemigo de Batman.
—¿Cuántos goles vas a marcar hoy, Víctor?—me dijo cuando nos cruzamos. Me acerqué a él lo suficiente como para haberle mordido los ojos. Los demás compañeros se temieron lo peor y acudieron a arroparnos, pero en realidad me temblaban tanto las piernas que en lo único que pensaba era en tumbarme sobre la hierba. No había por qué preocuparse, en aquel estado era imposible encajar nada. Un compañero me advirtió:
—Tranquilo, Víctor, ¿entendido?
Se reanudó el encuentro. Me encerré al final, como protegido por los míos; se escuchó algún grito de tongo y el tiempo no podía ir más despacio. Corría de un sitio para otro, el balón era como una mancha perdida que no acertaba a ver, y en la confusión me fijé en que mi padre se tapaba la cara con las manos mientras balanceaba el cuerpo hacia adelante y hacia atrás, llorando. Deseé que parara, pero mi padre seguía y seguía sin nadie que lo consolara. El árbitro paró el encuentro y se acercó a mí.
—Mira chaval, si tú no estás en condiciones de jugar, te sientas y se acabó, ¿me entiendes?
Pero yo no oía, solo veía a mi padre roto de dolor en la trasera del banquillo. ¿Desde cuando no hablaba con él? ¿Por qué todo tenía que torcerse de aquella manera? A gritos de "esto es una vergüenza" algunos espectadores empezaron a abandonar el campo. Grupos de aficionados comentaban sorprendidos el transcurso del encuentro, y más de uno llegó a romper el carnet de socio. Pero poco a poco un murmullo se fue apoderando del campo, los que lo abandonaban regresaban intrigados por lo que podía estar pasando, y entonces hice crujir la grada con un gol que casi revienta el estadio. Fue mi tarde.
—¡Maldito hijo de puta!
<<Eso dijo aquel desgraciado que tenías por entrenador. Imagínate, Víctor, después de atravesar el campo casi al completo, driblar a seis jugadores y encajar un tanto sorteando al portero que salió a tu encuentro ... ¡Qué tarde, mi niño, qué tarde! ¿Sabes? Le hemos ganado a Alemania, y jugamos la final del Mundial contra Holanda. Hasta mañana>>
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Cuando sea mayor
Teen FictionVíctor está muerto pero sigue vivo. Es un zombi que no da miedo, lo único que quiere es que leas su historia: te está esperando en las páginas de Cuando sea mayor. Víctor quiso ser futbolista profesional, y si quieres saber cómo llegó a convertirse...