"Los caídos" libro 4 de la saga "Todos mis demonios", cap. 43

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43. Dies iraes.

Días de furia. Así serían los días venideros si no resolvíamos la situación de algún modo. Esta guerra no haría más que empeorar si no deteníamos la locura que cada vez, más abiertamente, se extendía incluso sin miedo de cruzarse por los ojos de los humanos. Si todo continuaba de este modo, nuestro mundo, el mundo en que ángeles y demonios se dividen la tierra, dejaría de ser un secreto y moriría gente, mucha gente, no solamente criaturas que tal vez no mereciesen continuar con vida. Supongo que a ninguno de los bandos acabaría importándole demasiado si en esa frenética lucha perecían inocentes, después de todo la prueba estaba ahí, a la vista de todos nosotros: Miguel se había hecho a un lado, la hermandad se había alejado y los demonios...Los demonios; ¿estaría mi padre dispuesto a ayudar?, a ¿qué coste?

- Regresemos a la ciudad, tenemos que buscar a los demás.

- No, nada de eso, no podemos regresar, no bajo estas condiciones, Gaspar tiene razón, solos jamás lo lograremos. Iremos a mi casa de campo y desde allí nos comunicaremos otra vez con Gaspar e intentaremos ponernos en contacto con Lucas y con Gabriel.

- Voy a llamar a mi padre- solté interrumpiéndolo. Si hay alguien que puede frenar toda esta locura es él, no importa si quedo atada a él eternamente más de lo que ya lo estoy. Esto tiene que acabar porque los Nefilim removerán cielo y tierra para dar con nosotras.

- ¿Estás segura?

- No me agrada hacerlo, pero... qué otra opción tenemos.

Vicente apretó tanto el volante que los nudillos se le pusieron blancos.

- Bien. Llamaremos a tu padre.

El trayecto fue una verdadera tortura. No poder llamar a nadie, no saber nada de nadie...me sentí como si nos hubiésemos perdido del mundo; estar incomunicados era lo peor de lo peor, pero Vicente se negó rotundamente a detenerse en ninguna parte para intentar llamar por un teléfono público, insistió en que era demasiado peligroso.

El atardecer fue cayendo, primero lentamente, hasta que cuando el sol llegó al ocaso, la noche tomó coraje y avanzó a pasos agigantados tachonando el cielo de un intenso azul, de cientos de estrellas plateadas que brillaban hermosas junto a una luna en cuarto creciente tan grande y clara que no parecía real. En verdad, haciendo un poco de retrospectiva, nada parecía real; ¿cuantas veces como humana deseé escaparme de alguna situación que temía no poder resolver? Demasiadas supongo, sin embargo querer huir de esto no tenida sentido alguno, era básicamente imposible, el mundo puede parecer muy grande, pero para los demonios y los Nefilim no lo es -me encontrarían tarde o temprano-; además, no quería pasar el resto de mi existencia huyendo, ni por más que fuesen solamente un par de días, o un par de horas. Me sentía dispuesta a no permitirle a nadie forzarme a vivir de ese modo. Al alcance de la mano tenía todo lo necesario para ser feliz y ni loca me plantearía abrir mano de la felicidad, ya había tenido suficiente miedo, ya había malgastado demasiado tiempo. Puede ser que los lazos sanguinos no me hubiesen dado lo que todos esperamos, mas la vida se encargó de darme lo que yo necesitaba, un amor inconmensurable, una familia aglutinada por sentimientos comunes, amigos, incluso una joven discípula que ahora se encontraba en el asiento trasero tomada de los dos respaldos delanteros, con la cabeza metida entre Vicente y yo, oteando el oscuro camino al que entramos luego de abandonar la ruta principal del pequeño poblado en que Vicente tenía su casa de campo desde hacía un siglo.

Mientras avanzábamos entre dos hileras de árboles que alzaban alto, muy alto hacia el cielo intenté divisar a la distancia, posibles sombras sospechosas. La casa era un lugar seguro, nadie más que un cerrado círculo alrededor de Vicente sabía de su existencia; de cualquier modo preferí asegurarme de que no contásemos con visitas indeseadas.

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