"Los caídos", libro 4 de la saga "Todos mis demonios", cap. 34.

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34. Amores que matan.

Insufrible, así era la espera.

Irritada, escudriñé los alrededores una vez más. Nada, ni la menor señal de mi madre.

El aeropuerto desbordaba de personas en tránsito, pero ninguno de los cuerpos que deambulaba por ahí era el de mi madre. Llevábamos cuatro horas aquí y nada.

A mi izquierda, Anežka se puso a repiquetear los dedos sobre la pequeña y redonda mesilla. Nos encontrábamos sentadas a la mesa de un típico café de aeropuerto, esperando a que Vicente volviese con alguna novedad, él había ido no sé muy bien donde, en procura de alguna información sobre mi madre. Hasta ahora no teníamos siquiera la confirmación de que hubiese llegado a París, el vuelo que venía de Buenos Aires ya había llegado, media hora después que nosotros entrásemos en la terminal aérea, así y todo, no logramos dar con ella, pese a que montamos guardia en la salida.

La música que no entiendo cómo, no aturdía a Anežka, comenzaba a molestarme, era rock, más bien pesado.

El tamborileo de sus dedos hacía que el azúcar desparramada sobre la mesa, alrededor de las tazas de café, de los restos de sándwiches y de los papeles de los chicles que yo masticaba histérica saltase al ritmo de la música.

Comenzaba a exasperarme su actitud y al mismo tiempo sabía que tenía todo el derecho de sentirse rematadamente aburrida y fastidiada. La contemplé un momento; repantigada sobre la silla, con los diminutos auriculares blancos en los oídos, con su cabello cobrizo cayéndole sobre sus flamantes y lujosas ropas negras recién estrenadas. Las suelas todavía brillantes y rojas, de sus zapatos negros repiqueteaban sobre el suelo también. Llevaba quizá demasiado maquillaje para esta hora del día y aun así se veía maravillosa. Así, en ese instante tuve la impresión de que parecía uno de nosotros, un demonio. Oscura, firme, muy segura de sí misma, sabedora de que todas las miradas de quienes pasaban por delante de nosotras, se posaban también sobre ella, preguntándose quién sería, que secretos escondería. Muchos más de los que ningún humano realmente desearía saber.

Consciente de que la observaba, alzó la vista y se quitó los auriculares uno a uno, tirando del cable blanco.

- ¿Pasa algo?

Su lechosa y pecosa piel relucía igual que si dentro de su cuerpo, brillase una luz natural y única. Lo otro que centelleaba con extraña intensidad era la cruz que llevaba colgando del cuello, la misma que lucía la noche que la conocí.

Negué con la cabeza.

Me sentí triste por ella. No me queda muy claro por qué, con cada segundo que pasaba viéndola mi corazón se rasgaba más y más. Desconsuelo, eso era lo que me producía verla así vestida, saber cuál sería su futuro.

Sentí a Vicente regresar y así, de un empujón, aparté todas aquellas sensaciones.

Se acomodó en la silla que vaciara veinte minutos atrás. En el más completo silencio cruzó los dedos de las manos, apoyando las muñecas sobre el borde de la mesa.

- Tu madre nunca llegó a París.

- ¿Cómo?- inquirí atragantándome.

Anežka apagó el reproductor de música.

- Supuestamente el avión sufrió desperfectos durante el vuelo, se produjo una escala forzada por ese desperfecto. Bajaron en el aeropuerto Toulouse Blagnac. Por lo que logré averiguar tu madre descendió del avión allí y no volvió a abordarlo.

- ¿Dónde es eso?

- Toulouse está situada cerca de la frontera española, a unos cien kilómetros. A unos novecientos kilómetros de aquí.

"Los caídos" cuarto libro de la saga "Todos mis demonios".Donde viven las historias. Descúbrelo ahora