Primera parte~

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Van era delicado como un niño. A simple vista no era más que un puñado de huesos frágiles y piel pálida. Su mirada sugería que el mundo exterior le aterraba. Era tan limpia y clara que daba la sensación de que cualquier acto de maldad conseguiría ensuciarla, aunque sus antecedentes afirmaran lo contrario.

Por suerte para él, aunque para desgracia de su madre, pasaba las horas muertas en su cuarto y no en el centro de la acción: las calles. Demasiada acción y contratiempo, desmedida agitación. Prefería la calma de lo conocido, de lo cierto. Más valía mal conocido que mal por conocer. Recostaba la cabeza contra las paredes, cada día la que tocase, y podía pasarse horas en la misma posición, hasta que las piernas se frustrasen y le sabotearan con un molesto hormigueo. Así era su vida y así hubiera querido que fuera siempre. Por debajo del foco de atención, sin hacer demasiado ruido, ajeno, siempre ajeno. Que si los demás críos hacían mucho ruido, que si se burlaban de él. Harto de sus propias quejas escogió la soledad, nunca conforme con nada y con la ilusión de amoldarse al mundo ya perdida.

Su antigua casa estaba en una parcela de campo, alejada de la urbe. Allí se vivía sin percances, cómodamente y en plena naturaleza, en un limitado mundo de ficción cuyas fronteras las regía el cercado limítrofe de la localidad. Era una vivienda solariega con el tejado siempre en reparación, circundada por pasto muy verde que se mantenía húmedo casi todo el año. No se podía cultivar, decían los entendidos, pero no fallaba un mes en el que la madre de Van, Ada, lo intentase. Quizá por eso y por miles de razones nunca sería una más, en aquella tierra de campo esteril y vecinos amables. Era lo único que tenía en común con su hijo.

No había demasiado que hacer, era uno de los encantos de la zona, pero eso no impedía que Van le sacase punta a cualquier cosa durante su adolescencia temprana, con ese ingenio que impulsa a los niños a no morirse de aburrimiento. Se entretenía observando como revoloteaban las mariposas en su silenciosa danza, hasta que alguna tenía la bondad de posarse en su palma abierta. Después, cuidadosamente, procedía a hacer un movimiento casi imperceptible, como de advertencia. Significaba bien, ya puedes alejarte de mí. Huye. Tómatelo en serio, por favor, soy peligroso, todo sin despegar los labios. Y a veces, la amenaza surgía efecto y el animalillo desplegaba el vuelo tan rápido cómo se había posado, o aceptaba el reto y permanecía inmutable. Eso era el añadido, la gracia oculta. La naturaleza es impredecible y quien no tenía que morirse se moría sorprendentemente rápido, y quien no estaba destinado a quedarse, se quedaba.

El niño amaba las mariposas, para ser sinceros. Le gustaban sus inquietas maniobras en el aire, apreciaba los patrones de sus alas, pero le parecía demasiado cruel capturar una. Prefería solamente observarlas, suplicándoles con la mirada que se detuvieran entre sus dedos con único fin de sentirse atendido y deseado. Quizás ese era el secreto, que no estaba hecho a gusto de humanos. El peso de la soledad y la presión de haber sido incapaz de hacer un solo amigo, que tampoco era de extrañarse dado que olvidaba como formar oraciones coherentes en presencia de otros críos, le podían por momentos. Entonces, recurría a repetir en su cabeza como un mantra, que las mariposas no le odiaban. Y esa tontería tan grande y aparentemente redundante servía para calmarle, para darle fuerzas para un nuevo día de no hacer absolutamente nada. El tedio es mortal.

Un día que el sonido de la lluvia inundaba sus sentidos y apenas le dejaba respirar, consumido por la ansiedad, acudió a buscar la caja de costura. Ada no estaba en casa, y tampoco su padre, aunque lo segundo no era nuevo. Habían hablado con él aquella misma mañana. No querían seguir juntos, era completamente previsible después de todo.

[Atención: contenido inapropiado para el lector sensible]

-Algo está mal en mí- pronunció en voz alta, de forma casi mecánica. Era una fuerte corazonada , una reivindicación, no un simple presentimiento pasajero. Llevaba desde que tenía conciencia detectando que algo no marchaba como debería, no con él. Notaba el concepto abrirse paso por sus terminaciones nerviosas- Mamá dice que soy como un muñeco.
Pescó con dos dedos las grandes tijeras en una desesperada búsqueda de emociones. ¿Arrepentimiento, quizás? ¿Miedo?-que nunca llegó. No pudo soportar el silencio más, y con mano de hierro se las hundió en el antebrazo.
Como esperaba, no siento nada, pensó. Hundió aún más la tijera y la deslizó por todo el largo de su piel. La sangre acudía a borbotones.
Un trueno resonó en el exterior, el indicio de una tormenta. Van se detuvo a observar su obra, quizá no maestra, pero al fin y al cabo, suya. No sabía cómo sentirse ante la miscelánea de confusión y dolor que afloraban en la zona abierta. No pudo reprimir la protesta lacrimógena de sus ojos, aunque le resultase ridículo y humillante como guinda de semejante acción. Se sentía miserable, patético y en ningún caso aliviado. Estaba llorando, sí. Todo era real. El agua sabía a sal, le quemaba la cara.
-¿Qué he hecho mal? - estalló. Inmediatamente después, el esfuerzo le pasó factura a su garganta, que vibró como una cueva polvorienta a la que el aire acababa de entrar.
Taponó la herida con la manga, y más tarde, cuando se hubo calmado, se la cosió él mismo con hilo fino color plata. Tenía práctica, no en vano había auxiliado a sus juguetes de niño, cuando las costuras cedían y los pobres peluches quedaban desmembrados. Así, entendió que él mismo era su propia destrucción aunque sus manos hubieran servido para sanar. Llevaba en las venas una contradicción, su propia existencia se le antojaba una en las noches en las que temblaba de ansiedad. ¡Por dios, Van, serénate!
Repasó con el dedo el charco sanguinolento que se había formado en su camisa, más preocupado de la hipotética llegada súbita de alguien. ¿Quién iba a entrar a esas horas, y menos de urgencia? Puede que se hubiera excedido apretando, sí. La emoción se sabe que es muy traicionera y te hace venirte arriba antes de tiempo.

Esa despreocupación, llevado por el momento, de no medir su fuerza...Le estaba bien empleado el creciente escozor en su antebrazo que como lúgubre recordatorio tampoco estaba tan mal. Recordatorio de que las cosas tienen consecuencias, de que había abismos inmensos entre el dolor que le invadía el pecho a Van y el que podían padecer sus compañeros de escuela.

Se levantó y se fue a lavar la herida en un momento de lucidez, razón manifestada con higiene. De pronto, el heroico acto parecía mucho más cobarde y patético que otra cosa, mientras se despegaban de la piel los últimos restos. Luego, solo quedó paz. Paz culpable, tibia, como el agua del fregadero, paz húmeda, como el borde de la manga al que había alcanzado el chorro. Paz que no era paz, vacío enmascarado, pintado de calma después de una lucha interna. El acto vandálico sobresalía desde debajo de la chaqueta arremangada, aún mustio y palpitante. ¿Tardaría mucho en desvanecerse, en regenerarse la acusatoria huella en su piel, cuyo reflejo en el espejo le trastornaba?, se preguntó Van.

Butterfly {El Chico De Cristal}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora