Prince

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Quien le observaba no era ningún dependiente, tratando de venderle la moto o calentarle la cabeza, como aquel buen vendedor sabe hacer antes de que te des cuenta. Para esta ocasión, el azar había decidido hacer de las suyas. Era otro cliente, como él, un ser humano que reparaba en su presencia desde el mismo escalón. Increíble, ¿verdad? El resto de gente a su alrededor no merecían ser reconocidos como tales, tan absortos en sus quehaceres que la noción del tiempo se disipaba y se convertían en máquinas, esclavos del consumismo, autómatas que poblaban la urbe. Tampoco había tanta diferencia entre oficinistas rancios y amargados y gente rural en una era muy desgraciada para ejercer su negocio. La miseria se encontraba igual, te esperaba sentada sin más celebraciones, y le daba igual tu saldo en el banco.
El chico que tenía delante se atrevió a deslizar el cristal que lo separaba de los discos y coger uno. Lo alzó como si fuera un tesoro valioso y le dio la espalda a Van para colocarlo sobre el mostrador. Van pensó que todo se acabaría ahí y no pudo evitar escuchar su conversación con el trabajador tras la caja.
-Me llevo este- anunció el cliente. Su voz era clara y musical. Habló sin vacilaciones, como poca gente hace hoy en día, sin necesidad de fingir nada ni aparentar seguridad: ya la tenía.
-Prince. Buena elección, ¿quiere que lo envuelva? - concluyó el otro. Recibió en respuesta una negación con la cabeza.
-No, es para mí.
-Muchas gracias. ¡Vuelva pronto!
Van permaneció estático en el sitio. Ya que el desconocido no volvió a mirarle, asumió que se había olvidado de él y estaba dando por concluida lo que creía una breve historia más, otro desilusionante episodio de Van y su entorno, cuando descubrió que no era así. El joven se detuvo en la salida.
-Permiso.
Van se sorprendió de lo cerca que se había colocado de la puerta, como si su subconsciente se negase a dejar escapar esa oportunidad en forma de persona de ser percibido. Desistió a la idea de quedarse, prediciendo que haría el ridículo si seguía deambulando sin comprar nada. No había podido concentrarse de todas formas, no desde que alguien tenía esas narices para hablar en público. Aún con la agridulce sensación de estar haciendo avances  sin saber cómo, Van se apartó y lo acompañó fuera, como si su objetivo hubiera sido inequivocamente salir . No se dio cuenta de que cuenta de que empezó a andar a su ritmo, en la misma dirección, unos pasos por detrás. Se dijo así mismo que era perfectamente normal que dos extraños tomaran la misma acera. En el fondo, no quería engañar a nadie.

-Perdona, ¿tienes cambio?- para su mayúscula sorpresa, el compañero de calzada se giró hacia él, como si la magia que impedía que el resto de la gente viera a Van se hubiera disipado momentáneamente. Toda esa atención podría sacar a Van del anonimato y la silenciosa mediocridad de sus días, nunca se sabía. ¡Qué peligroso es existir en voz alta!
-No lo sé -murmuró, confundido, y procedió a hurgarse en los bolsillos y la cartera. Ambos se pararon- ¿De cuánto?
-De veinte ¿Tienes?- Van seguía sin atreverse a hacer contacto visual, pero juraría que el desconocido estaba levantando el cuello, con gesto inquisitivo- Sino, no te preocupes.
-¿Es importante?
-Bueno, yo...-no le dejó terminar. Había entrado en su ángulo de visión una cafetería. El café ni siquiera era lo suyo: hasta día de hoy, pero tenía una misión, y dejó solo al sorprendido extraño para entrar a pedir uno para llevar.
Una vez fuera, depositó un billete en la mano enguantada del otro, que le había estado esperando obediente unos pasos más atrás.
-¿No tenías?- Van enrojeció- ¿Por qué...?
- Me apetecía un café- mintió. Ni siquiera estaba seguro de que su estómago fuera a aceptar la ofrenda que sostenía en un envase de cartón. No tenía costumbre de consumir semejante mejunje, era normal, y nunca le había visto la gracia. ¿Qué tipo de monstruo se metía eso en el cuerpo a diario, como quien no quiere la cosa?
-Muchísimas gracias, de verdad- hizo un amago de despedirse. Se dispararon las alarmas ecológicas de Van y pensó que sería una pena tirar el café. Le invadió el agobio y le plantó el envase dentro de su espacio personal.
-Toma.
-¿Qué haces? Lo acabas de comprar.
-Se han equivocado y le han echado leche. Soy intolerante- otra mentira. ¿Qué estás haciendo, Van? ¿Porqué te molestas?
-Vaya, lo siento- aceptó por fin la oferta- Gracias otra vez. ¿De verdad que no lo quieres?
-No, tranquilo.
-Ahora me siento fatal- sorbió el líquido y la nariz le enrojeció en contacto con el vapor- Déjame que te lo compense. Tengo aún tiempo. ¿Cómo te llamas?
-Van.
-Soy Lynn- le tendió la mano. Sus apretones hacían daño- ¿viajas en metro?
-A veces.
-Puedes quedarte mi bono. Ya tengo coche.
-¿De verdad no la quieres?
-Pensaba darme de baja y no sabía a quien dársela- rio. Empezó a buscarla en su abrigo y su mochila desaliñada, marrón oscuro. Tardaba más de lo que debería y empezaba a perder los nervios- Mierda, joder. ¿Dónde está?
-No es necesario, Lynn. Si no la encuentras...
-El parque. Tiene que estar en el parque.

Echó a andar, invitando a Van a hacer lo mismo, con extrañeza. Viraron junto a las verjas que emergían a la vuelta de la esquina y entraron. Nunca había estado aquí en el año que Van llevaba en el piso en la urbe, y estar conociendo incluso lugares nuevos le pareció ir demasiado lejos.
Lynn se dirigió a un banco y se agachó junto a las patas.
-¿Cómo sabes que está...?- se interrumpió cuando el otro pescó la tarjeta cubierta de nieve del suelo.
-Tengo muy mala suerte. Me senté aquí antes y no la noté caerse.
-Podría estar en cualquier sitio. Podrían habérsela llevado- era lo lógico, lo natural que cabía deducir. Nadie en la ciudad tenía compasión con los bonos o pertenencias perdidas, y mucho menos cuando aún podían usarse.
-Sabía que estaría aquí.
-¿Por qué?- Lynn dio un sorbo a su café, con aires de misterio. En su expresión no había impaciencia, a diferencia que en la cara contraída de Van.
-Lo sabía- inspeccionó los alrededores- Tenemos suerte, no hay nadie.
Y seguidamente, barrió la nieve de un manotazo y tomó asiento. Estaba exhausto. Van lo miró, deseando saber qué hacer, dónde pisar para corregir su postura forzada, cómo calmar el ligero agarrotamiento de sus extremidades.
-No eres de aquí, ¿verdad?- se sintió más extranjero que nunca, extranjero de alma, de cuerpo. A mil años luz de pertenecer a ningún lado.
-Tú tampoco- Van se había fijado en su acento desconocido, peculiar cuanto menos- Debería...-tensó las piernas una vez.
-Puedes quedarte, chico del cambio. Si quieres, claro. Porque eres un chico, ¿no?
-Me lo preguntan mucho- sonrieron. De golpe, el aire parecía menos frío y se sentía un poquito más bienvenido que en toda su estancia en la ciudad- ¿Qué me ofreces?. Le sorprendió que su voz no vacilara.
-Puedo darte contactos o enseñarte librerías, no sé. Si no te disgusta mi humilde compañía.

Van accedió, porque no todos los días te tratan de tú a tú, te ofrecen nada o se quedan con el café que contra todo pronóstico no quieres. Porque no todos los días sientes una insaciable curiosidad que la ha despertado otro ser que camina sobre dos piernas y usa pulgares oponibles. Porque no tenía nada mejor que hacer, y era gratis dejarse sorprender un poco. ¿Qué importaba ya?

Butterfly {El Chico De Cristal}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora