Segunda parte

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En algún  momento, Ada decidió que era suficiente de sueños frustrados y, que al igual que las cebollas no iban a crecer nunca sanas en ese suelo, Van tampoco. Optó por una revolucionaria y atrevida idea, al principio demasiado ambiciosa para una familia de tan bajo calibre. Le pidió un traslado a su jefe, hizo los chanchullos apropiados con sus contactos, y unos años más tarde estaba trabajando en la ciudad. Como era natural, se había llevado a Van con ella. ¿Qué pintaba solo, con como única compañía una vecina cotilla que vivía puerta con puerta?

Fue un cambio radical pasar del aire puro y limpio al enjambre de hileras de humo que se elevaba desde cada tubo de escape, aglomerándose sobre los edificios más altos. Todo era gris, más caro, más lujoso y exclusivo, pero gris. Incluso el pelo de Van empezó a ser gris. ¡Esto ya era el colmo! Hace tiempo que el joven lo quería y su nueva estética llegó justo después de abandonar su pueblo, marcando su marcha y su nuevo comienzo. Fue accidental, lo juro. Hacía siglos que Van soñaba con eso, esa pequeña licencia sobre sí mismo, y las condiciones se dieron en aquel momento por capricho del destino. Una vez, cuando era tan solo un crío, se había quedado embobado al ver por primera vez ese color, pálido y llamativo, en la cabeza de un chiquillo bastante más mayor, vecino de asiento en la peluquería. Por poco no se le desencajó la mandíbula y le brillaban los ojos. Había tomado una decisión que no salió de su cabeza hasta ser realizada.

No le llevó mucho tiempo el proceso, una vez que consideró que ya había esperado y crecido lo suficiente. Pidió permiso, temeroso, y descubrió que a Ada no le podía importar menos lo que hiciera con su pelo. Así que, de la noche a la mañana pasó de tener una melena lacia y oscura a solo lacia. Se decoloró él mismo, pasaba de peluquerías, y acto seguido aplicó el tinte, con manos temblorosas. Fue su pequeño ritual privado, su segunda obra, esta vez maestra, sentado en el salón de su casa sobre una silla de plástico bastante cómoda. Pies descalzos. Toallas por todo el suelo. Al acabar, fue a mirarse con orgullo al espejo del baño. Ada aún no había llegado.


Al día siguiente salió a la calle sin saber muy bien el motivo. Llevaba horas viendo una película alemana infumable que no parecía terminar jamás y la perspectiva de pasar un solo minuto más en casa le afixiaba. Le motivó algo que había visto en pantalla: una librería de vieja escuela con aspecto interesante. Había visto una parecida a un par de manzanas una vez que cambió de ruta para volver del instituto. Su padre solía decir que Van ya leía antes de andar, que había nacido con un libro entre las manos. Quizá tener algo nuevo que leer rompía la monotonía de la tarde y hacía su estancia en el piso más sostenible.
Salió embutido en un abrigo de pana, una horterada hecha a parches que había tenido que comprar en cuanto descubrieron que las temperaturas de la ciudad eran despiadadas y el frío no perdonaba. A Ada no le gustaba nada, decía que era vulgar, pero tuvo que ceder cuando Van se negó a llevarse ninguno más que el de esa tienda de segunda mano que hacía esquina con el nuevo piso. Hay amores que nacen a primera vista, no necesariamente entre personas, y permiten enfrentarse a los miedos con la reconfortante sensación de tener el cuerpo calentito.

Van era un cuadro, con las mejillas sonrosadas por el viento helado, pegadas al escaparate de la librería, posponiendo el momento de entrar. Su pelo flotaba en torno a su cabeza mecido la fuerte corriente. Finalmente entró. No se había arrastrado hasta allí para nada. Era una tienda bonita, acogedora y espaciosa, aunque tan atiborrada de hileras e hileras de estanterías bajitas similares a las de un centro comercial, que daba la sensación de ser mucho más pequeña. Las paredes tenían un naranja corrompido por la humedad, eso lo recordaría bien, al igual que la sensación de calidez que transmitía el conjunto, iluminado por los rayos rebeldes del sol, que incidían desde los ventanales.
Los clientes habituales fingieron no verle. Parezco un vagabundo , pensó, será eso. No se percataron de su llegada o bien no quisieron saludarle, prefería no meditar la razón. Se vivía mejor en la ignorancia. Acostumbrado como estaba a no recibir atención, a ser despreciado por los vecinos que tuvo, muy mayores y desconsiderados, que se creían superiores y se dirigían a él como si fuera tonto, justificándose con que no le habían visto nunca hablar y parecía tener Asperger, no iba a darle importancia. Al fin y al cabo, meditó, quizá era su destino que la balanza se inclinara así y ni siquiera estar en una ciudad iba a cambiarlo. No esperaba menos.

Recorrió la librería de izquierda a derecha buscando algún tomo que le llamara la atención. No lo encontró. No satisfecho,  con esos ánimos incansables que le inspiraba la lectura, se dirigió a los mostradores para pedirle a algún empleado recomendaciones. No estaba de ánimos para hacer algo distinto.
A mitad de camino, descubrió algo asombroso. ¡Discos! La nueva vecina tenía un vinilo de Pink Floyd que reproducía todos los Domingos cuando limpiaba el apartamento. Tenían buen aspecto: vinilos, cd's, cassettes y todo lo imaginable. Ocupaban el espacio libre entre las estanterías y los mostradores. Se repartían por vitrinas de baja estatura y estaban todos a la venta, a precios asequibles.
Van no escuchaba música. Le hubiera gustado, pero no lo hacía. Siempre surgía en su cabeza alguna excusa, ¡vaya un cobarde! Aun así, se inclinó para observar las carátulas, haciéndose el entendido, como quien está presenciando algo maravilloso y quiere formar parte de ello, mimetizarse con el ambiente. Se giraría y le diría a su hipotético amigo, ese que le miraba con curiosidad, que los títulos de allí en realidad no eran tan buenos y parecería incluso inteligente, difícil de impresionar.
Visualizó a gente reproduciendo los discos en su casa. Debía de sentirse bien escuchar uno. En las películas y ese tipo de cosas la gente parecía divertirse. Quizá por eso no era para él ni lo sería nunca, porque una pequeña barrera invisible separaba ambos mundos, nunca destinados a unirse. Eran dos ejemplos de ser distintos: la gente y él.
En medio de su gran descubrimiento, se percató de algo más: unos ojos sobre los suyos que lo analizaban desde el otro lado de la vitrina. Le daba pavor devolver la mirada, pillado en el acto, y ni siquiera estaba seguro de que le estaban mirando al principio, así que trató de no hacer el ridículo, aunque la evidente tensión con la que blandía una carátula le delataba. ¡Ay, Van! ¿Cuándo aprenderás? La eterna lucha entre conseguir disimular y dar el cante, siempre y por excelencia perdida, terminada con la segunda opción. Era frustrante que sus propios gestos, toscos y torpes, le delataran cuando más los necesitaba, cuando más ventajosa sería la misma discreción con la que era capaz de atravesar el pasillo en plena noche. Pero por desgracia, la torpeza repentina suele ser inoportuna y nunca llama antes de pasar.

Butterfly {El Chico De Cristal}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora