Cuadrigésima octava parte

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Durante los próximos días, una sombra adicional se arremolinó al sofá por las mañanas y realizó diversas expediciones a la cocina de madrugada, incapaz de esperar al desayuno. A Van se le hacía muy raro. A Ada, no tanto. Lo había odiado, sí, y era consciente de que le debía alguna explicación a su hijo. ¿Quién más iba a pedírsela, si nunca se abría? Danniel y ella hablaron en varias ocasiones con total naturalidad una vez allí, e, incluso él se atrevió a declarar que también lo había traído a su casa un asunto relacionado con Louise. Al oír su mera mención, a Ada se le humedecían los ojos.

Louise Dubois había sido en vida una suegra excepcional, pero, más allá de ninguna jerarquía genealógica, también tenía un gran valor como persona. Era una mujer muy sencilla, criada en el campo, y al mismo tiempo, reina absoluta de una suma elegancia ajena a su estatus social. Usaba ropa simple para la que ella misma confeccionaba adornos, como su gabardina artesanal, que frecuentaba al salir de casa. Pero además del porte ilustre y la serenidad de sus gestos y pasos, no tenía un solo aire de grandeza ni arrogancia. Ada no conocía a nadie más distinguido, que lo llevara en la sangre y no en la ropa o el sueldo, que llamase la atención de tal manera.

Tampoco tenía intenciones ocultas, era honesta con lo que pensaba, y bondadosa. No salió de ella obligar a Danniel a labrarse un futuro en la ciudad de manera tan brusca y forzada. Ada lo comprendió nada más verla. Ni ella misma predijo que fueran a visitarse semanalmente, que se desplazaría a tantos kilómetros de su pueblo para verla. Por aquel entonces, aún vivía en Bouvignes y cenaba el mismo estofado de conejo que sus hermanos. Se sabía que tenía un novio en Wannebecq, pero a su familia no le hacía gracia que siguiera yendo, además tan a menudo, después de que este se mudase y ni siquiera viviese allí. No se imaginaban los coloquios tan encantadores que mantenían nuera y suegra, porque, si algo caracterizaba a Louise es que no era invasiva ni acostumbraba a juzgar, era un espacio seguro que daba pie a la sinceridad en los demás. No hacía demasiadas preguntas y era una compañía acogedora y deslumbrante por sí sola, sentada en su butaca bordada. 

Tanto su hijo como su marido vivían ciegos y no sabían apreciarla. No comprendían, tampoco, que Louise la hubiera elegido a ella y le hubiera concedido la libertad de no tener que fingir. Incluso con Danniel, Ada sentía la necesidad de satisfacer sus expectativas, de ser lo que él necesitase. Nunca hablaba de sí misma en exceso, y menos con él; ni loca quería dar muestras de debilidad. Sin embargo, a Louise no le importaba nada de eso ni esperaba nada, solo que se acabase su té y lo dejase en el fregadero después, o que no pusiera las botas en la mesa. Ambas eran almas en situaciones distintas, que se necesitaron y se sentían solas, y, de algún modo, se habían elegido. Danniel llegó a envidiarlo. Sí, su madre lo quería y cuidaba, pero sus ojos no se desvivían por él como por aquella muchachita alta y de piernas endebles y finas. Louise no podía evitar suspirar, conocedora de que con su propio hijo nunca podría hablar de literatura o cruzar más de cinco palabras, que había nacido tosco y sin sensibilidad alguna, seco y distante.

 Ada a veces se sentía impotente o se avergonzaba de la misma manera que había visto hacer a Louise. Sabía que la relación con su hijo era igual, al fin y al cabo, provocada  en gran medida porque ella misma no sabía cómo querer ni dejarse querer y había criado a una criatura sin demasiado afecto. Ni siquiera se imaginó nunca amando a un hombre, de verdad, como había sucedido con Danniel. Quizá con él había habido complicidad por su condición de adulto, porque era aparentemente simple y llano y no requería gran implicación emocional. Los niños se le daban peor, mucho más. Desde que sostuvo a este en brazos, había algo que le había impedido entregarse a él, quererlo sin poner una distancia que una vez zanjada nunca se sintió capaz de eliminar. Era un agridulce desapego que en ocasiones le dolía y le llenaba el fondo del pecho de culpabilidad, condimentado con que el propio Van, desde que tenía conciencia, se había fabricado un mundo aparte al que su madre no tenía acceso. Ella también había sido una niña no deseada y quizá las cosas no podían haber sido de otra manera.


Danniel tomó asiento delante de Van con los ojos achinados, haciendo acopio de una  capacidad intelectual nula idéntica a la que recurría para tratar de entender a su madre. La empatía y todo lo que saliera de su propio mundo personal no eran lo suyo. Respecto al trabajo, lo ejecutaba mecánicamente, una ley aquí y una ley allá, nada más. Era famoso por su frialdad confundida por alta profesionalidad. Con su hijo no servía la misma estrategia, no era un amigo de una noche que bebiera con él o un adulador. Si quería saber algo, debía intentar ignorar los años perdidos y emplear toda la humanidad y paciencia que consiguiera reunir.

Van lo miró con extrañeza. El intruso no habitual había invadido su espacio y estaba sentado en la única silla de su cuarto, balbuceaba con torpeza y mantenía la cabeza gacha. Era incómodo y definitivamente raro. Apartó el móvil de su regazo y se sentó con mejor postura en la cama.

-Te dije que íbamos a hablar- Le dudaba la voz y era ronca. No parecía ni por asomo la conversación seria, incluso violenta que había previsto. Era el cordero degollado del que se quejaba su madre en vivo y en directo.

-¿De qué?- no recordaba sentirse dueño de la situación de forma tan sencilla, tener la sartén por el mango en una charla furtiva y peligrosa con su padre. Se sentía mucho más adulto en esos momentos.

-Ya sabes, Van, hijo.

Se atrevió a mirarlo, aunque le temblasen los ojos, y su cuerpo a contraluz originó una sombra sobre Van y la pared en la habitación bañada por las últimas luces de la tarde.

-¿Quién era ese, tu amigo?

-Es mi novio- contestó por inercia, sintiendo una punzada de miedo instantáneo. Pero el rostro de Danniel no se turbó.

-¿Y a ti te gustan los hombres, hijo?- no sonaba como un método de ponerle a prueba ni ninguna reprimenda. El otro lo miró nervioso.

-Sí.

-Bueno, nunca me has hablado de ninguna niña del patio, pero tampoco me hablabas de nada.

Van estaba perplejo por el desarrollo de la conversación, que tomaba unos rumbos que jamás hubiera imaginado. Su padre ni siquiera estaba enfadado, solo confuso y nostálgico.

-¿Y tu novio ese cuánto hace que es gay?

-Papá, no es gay.

-¿Y qué hace contigo?¿No te estará obligando a nada?

-Le gustan también las mujeres. ¡¿A qué me iba a obligar, papá?!

-No lo sé, los gays tienen fama de que no les puedes dar la espalda-se rio, incómodo- Perdona.

Se levantó y ya se disponía a marcharse con toda la calma del planeta.

-¿No me vas a decir nada? Ni siquiera que no vuelva a verlo- gritó Van cuando estaba ya en el pasillo. Este se giró y lo apuntó con un dedo acusador, aunque ni rastro de mal humor.

-Quiero asegurarme de en qué te estás metiendo. Vas a presentármelo, ¿de acuerdo?- sentenció, serio.


Butterfly {El Chico De Cristal}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora