Cincoguésima primera parte

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Había aún un asunto sin resolver más transcendental aún que el encuentro de Danniel y Ada con Lynn: el miedo. La estancia prolongada del padre de Van solo había aplazado las cosas y le había traído de nuevo a los sinsabores de su infancia, la temporada en la que su mutismo fue selectivo y feroz. Sin embargo, este era un temor distinto al principal, que se apoderó de sus cuerdas vocales hasta bien entrada la adolescencia. Le costaba explicarlo cuando un especialista le preguntaba, compasivo, que cómo se sentía. Las palabras, ahora que podía pronunciarlas, se le escurrían entre los labios. Estaba muy conectado con el miedo a los demás, a un mundo que no entendía y se le antojaba grande. Él, que siempre se esforzaba por entenderlo todo, no como su madre, que renunciaba a buscar la lógica en nada y no le parecía madre suya. La sensación asfixiante era el último eslabón del cúmulo de cosas en esta vida que no comprendía y le pesaban.

Para colmo, siempre nos preguntamos cuando padecemos un mal repetidamente si alguna vez desaparecerá o nos veremos curados, y esa incertidumbre también mata. La idea cruel de que nada mejora y cambia o nada mejorará permanentemente es un arma recién afilada. Por suerte, no todo es gris ni todas las actitudes lo son. Van había ganado el don de la contemplación objetiva y la perspectiva, más bien poco presentes en su vida hasta la fecha-a autocompasión y la zona de confort oprimen y anclan al individuo y dejan en segundo plano los deseos de sentirse mejor. El chico aprendió una valiosa lección: no todo era problema suyo.

Deshacerse de la culpa fue como arrancarse una piel muerta, sin dolor alguno. El peso que había llevado sobre sus espaldas le recordaba al movimiento quejumbroso de una serpiente, arrastrando su propio cuerpo sin descanso. Por ello, la metáfora de la piel le pareció estupenda y así la adoptó hablando con Farlane. Él nunca juzgaba su discurso ni lo interrumpía: se guardaba, con mucho cuidado, de hacerle sentir escuchado. Hacía tiempo que se llevaban mejor y las intimidades eran tan inconfesables. Van pudo alcanzar el punto de sentirse con ánimos y fuerzas de indagar en porqué le intimidaba tanto ir a clase, dejando a un lado el acoso. Narró cómo las conversaciones iban y venían, fluían en los pasillos, las aulas, los parques, las canchas deportivas, llenaban todo el espacio y le resonaban en la cabeza, como el repiqueteo de un martillo incansable. Terminaba por sobrecogerse y se sentía un espectador del mundo real, inalcanzable y saturante. Pese a su aparente inhabilidad social, sabía de sobra que el hecho de que él no hablase con la misma espontaneidad que los demás era en sí misma una decepción, una ruptura directa con las expectativas que puedes tener en un niño traspasados sus primeros dos años. La historia que tenía que contar era la herida que deja la incomunicación y la frustración producto de la misma.

Farlane lo observó pensativo y se tomó unos segundos para reflexionar. Quiso diseccionar el problema en partes, disuadiendo a su paciente de que se enfrentaba a una batalla perdida de antemano. Lo más difícil fue convencerlo, mediante el diálogo, de que no le debía nada a nadie: ni lo que querían escuchar de alguien de su edad, ni convenciones sociales ni nada de lo que le atormentaba. Que por supuesto y sin lugar a dudas, un acosador era un acosador que siempre encontraría motivos para hacer sentir responsable a su víctima. Que nada estaba perdido, ni mucho menos. Por último, le preguntó cómo se sentía si pensaba en ello, tratando de tantear las emociones que tendría que trabajar.

-Me siento roto- comentó él, aún a sabiendas de que ya no era de esa manera tan estrictamente. Eso le alivió según pronunciaba la oración.

-Pero Van,- le sonrió, como un viejo amigo, y su tono fue amable- no eres de cristal. Eres un ser humano completo. Nadie se merece recibir semejante trato ni es responsabilidad suya que lo haya recibido.

-No soy de cristal- murmuró él, ensimismado en taladrar el calendario en blanco tras el escritorio de Farlane. Se sentía frente a una gran revelación, como al terminar una obra literaria de suma calidad cuyo ritmo de lectura hubiera concluido con una iluminación y razonamiento repentinos. La respuesta a todo lo que pensaba necesitar le llegó de esa manera, súbita y suave, emergida de su propio monólogo de pensamiento. No la había hallado ya resuelta y masticada, descansando entre las líneas de un libro. Tenía un matiz diferente.

-Exacto, muy bien- le premió Farlane, que lo interpretó como una asimilación efectiva del tema a tratar. Acto seguido, se incorporó y le posó la mano en el hombro en un gesto paternal- Estás progresando mucho. Viniste aquí con mucho camino por recorrer.

Van sonrió. Su tarea hasta la siguiente cita fue la de olvidar a base de perdonar. No tener indiferencia pero sí una herramienta mucho más fuerte que la intimidación o el miedo que le había estado acosando. No combatir el fuego con fuego y hacerlo asumiendo que la impotencia y debilidad no eran un sentimiento solo suyo. Esos chicos también eran personas, aunque no ejemplares, y no se puede temer de igual forma algo que se dosifica y se contempla como terrenal y limitado, pues entonces pierde el factor de la intimidación y el control que les otorga el miedo. No pertenecen a una masa uniforme ni comparten una identidad común, como muchos otros colectivos opresores a los largo de la historia: respiran, piensan- sin demasiado ingenio- , sienten rabia y buscaban suplir sus vacíos. No lo hacen de la mejor manera, eso es indiscutible y no existe imparcialidad, pero Van coincidía en que podía sentirse compasión por ellos.

Quiso correr a hablarle de ello a Lynn, a preguntarle por todos los adolescentes que hubieran abusado de su fuerza y enseñarle cómo contrarrestar la situación y encontrar su propia fuerza. Reflexionó y le detuvo que su novio no estuviera en esa misma etapa de la auto sanación, ya que no había compartido tanto. Entendió que había veces que no era el momento ni el lugar y lo respetó.


Dorine, por el contrario, sí que libraba un batalla perdida para todos excepto para ella misma. No había más vuelta de hoja. Aderezaba su vida entre cambios de gasas, tabletas que tenía que ingerir, dolor y mareo con fantasías sobre Danniel. ¿Cómo sería reencontrarse? ¿Le habría sentado bien el tiempo fuera? Lo mandó llamar, risueña. Decía estar cansada de no haberle visto el pelo, se quejaba mucho e hizo a las enfermeras testigo, muy a pesar de las mismas, de patéticos delirios en las noches de dolor. La recuperación, que requería unos tres días de hospitalización y era relativamente rápida, se le hacía eterna. Llegaba a su fin y le parecía que llevaba transcurriendo toda su vida.

Además de muchas otras cosas, no comprendía que nadie le debía nada, ni por arreglarse un poco y echarse un fular por encima de la bata de paciente ni por acosar hasta la locura a un hombre que no le pertenecía. Pidió a Danniel que la visitase, desviviéndose por causarle interés, justificando su llegada con elaborados tirabuzones mentales, y la inmutabilidad e indiferencia de este le resultó mayor que ninguna otra ofensa. Boqueó de indignación cuando cayó en la cuenta de que él no iba a hacer ningún comentario respecto a sus encantos femeninos -desentrenados, debía admitir- ni su perfume más coqueto. Iba a decirle algo, tras un pequeño mutis al final de una conversación trivial e incómoda, cuando él anunció que se iba.

-Me alegra verte mejor- le dedicó Danniel con un tono que no sugería ninguna implicación ni verdadera alegría. Pura cortesía. Le sonrió para amortizar el golpe y rematar un encuentro forzado, seco y formal.

Al abandonar el hospital, supo que sus excusas para mantenerse cerca de Van estaban agotándose y como siempre, él regresaría al estado de renegar de tener padre y olvidar el paréntesis en el que habían estado juntos. Dorine le inspiraba enorme lástima y le hacía sentir más miserable y solitario aún. No era tonto y saltaba a la vista que todas sus acciones suponían un grave rechazo amoroso implícito. No podía culparla. Él añoraba también a alguien sobre el que no tenía ningún derecho desde que vino al mundo y lo sostuvo; lo había querido enormemente y eso era mucho decir para la madre. Sin embargo, no había jugado bien sus cartas y su hijo siempre elegía el otro bando.

Butterfly {El Chico De Cristal}Donde viven las historias. Descúbrelo ahora