Capítulo 7 Abriéndote el corazón

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Corriendo, como un caballo azorado y llevándose medio mundo por delante, Candy, en un llanto lastimoso y agonizante llegaba a su habitación. No había sido su intención dejar a Annie en evidencia frente a todos, pero sencillamente ya no podía más y fueron los absurdos reclamos de la morena los que terminaron por derramar el vaso. Ella, que a pesar de la deslealtad por parte de su «hermana» nunca le guardó resentimiento, por el contrario, lo aceptó y se alegró sinceramente de que Annie haya encontrado una familia, que fuera feliz aunque eso significara dejarla a ella atrás, pero ya había sido suficiente, y ella qué, quién se preocupa por sus sentimientos, porque fuera feliz, ella también merecía ser amada, una familia, no le había quitado nada a nadie, ni tomó el lugar de nadie, su amabilidad desinteresada y su gran corazón había conquistado el alma de sus queridos primos y el del abuelo William, aunque Candy no lo supiera aún, que lo ha tenido de frente tantas veces. Incluso llegó al corazón del inalcanzable Terrence Grandchester

-¡Candy! Por Dios, Candy, ¿qué tienes?

La pobre Patty que llevaba rato esperando a Candy en su habitación estaba muy preocupada, pues la última vez que vio a su amiga, estaba muy contenta y ahora... Parecía que cien coches la hubieran atropellado, con los ojos rojos e hinchados de haber llorado, la mirada perdida, la cara empapada y su pelo desaliñado, Candy realmente estaba mal.

-¿Fue Terrence, te hizo algo?
-Candy, por el amor de Dios, ¡habla!

-Déjame sola.

-Pero, Candy...

-Por favor, Patricia. No puedo hablar ahora, por favor, luego te cuento, pero ahora necesito estar sola.

Era la petición de Candy con la voz quebrada y con ojos suplicantes derramando lágrimas a borbotones. La gordita estaba realmente afectada por su amiga, pero respetó su decisión y su deseo por un poco de privacidad y dándole un beso en la frente a la rubia en manera de comprensión y solidaridad, abandonó la habitación.
Entonces Candy dio riendas sueltas a todo su dolor y con el uniforme aún puesto, se tiró en la cama y abrazada a su muñeca lloró, lloró como nunca en su vida, un llanto lastimero, un lamento agonizante, un pedazo de su alma se iba con cada lágrima que rodaba por aquél atribulado rostro.

En la intimidad de su habitación, un castaño estampaba un puño sobre su mesita de noche. Descargando toda la impotencia por las dolorosas revelaciones que tuvo que presenciar. Cómo era posible que pudieran hacerle daño a un ser tan maravilloso e indefenso. A ella, tan frágil aunque aparentara una fortaleza envidiable. Porque aunque tenía su carácter, Candy era ingenua, muy confiada y Terry sintió la ferviente necesidad de protegerla. No soportaba verla tan mal, a su única amiga, la que lo había aceptado sin más, sin importarle su reputación, sin hacer preguntas, lo había aceptado a él, y eso significó el mundo para Terry. Ahora entendía por qué sus primos la defendían con una pasión tan admirable y agradeció por eso, aunque los Cornwell no fueran de su agrado, pero, qué diablos, nadie lo era, excepto «ella». Angustiado, comenzó a dar vueltas por su habitación, preguntándose por qué no la detuvo, por qué no salió tras ella para consolarla y decirle que no estaba sola, que lo tenía a él. Impaciente, se pasaba las manos por el pelo una y otra vez, luego, supo lo que haría.

-¿Estás seguro de lo que dices, Neil?

-Por supuesto que sí, hermanita, cien por ciento seguro.

-¡Vaya, vaya! Caras vemos, corazones no sabemos.

-Sí, muy escondido que se lo tenía la mosquita muerta. Y en cuanto a la sirvienta, deja que la tía-abuela se entere que anda viéndose a escondidas con un hombre, seguro que esta vez si convencerá al abuelo William de que cancele su adopción.

Era la conversación que sostenían los maquiavélicos gemelos Leagan, cuya vida sólo consistía en plantar intrigas y hacerle la vida miserable a todo el que podían, incluyendo a ellos mismos, pues Neil por su carácter cobarde y malicioso no se ganaba la empatía de ninguno de sus compañeros, ni siquiera la atención de las señoritas, a pesar de pertencer a una de las familas más respetables y tener dinero, ellas lo consideraban infantil e insignificante, a parte de ser el perro faldero de su hermana, a la que sólo Luisa Dickinson podía soportar, pues ambas eran de la misma calaña.

Candy Candy: El rebelde y la dama de establoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora