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La GuerraCaliente, pensaban los parisinos. El aire de primavera. Era la noche en
guerra, la alerta. Pero la noche pasaría, la guerra estaba lejos. Los que no
dormían, los enfermos encogidos en sus camas, las madres con hijos en el frente,
las enamoradas con ojos ajados por las lágrimas, oían el primer jadeo de la
sirena. Aún no era más que una honda exhalación, similar al suspiro que sale de un
pecho oprimido. En unos instantes, todo el cielo se llenaría de clamores. Llegaban
de muy lejos, de los confines del horizonte, sin prisa, se diría. Los que dormían
soñaban con el mar que empuja ante sí sus olas y guijarros, con la tormenta que
sacude el bosque en marzo, con un rebaño de bueyes que corre pesadamente
haciendo temblar la tierra, hasta que al fin el sueño cedía y, abriendo apenas los
ojos, murmuraban: «¿Es la alarma?»
Más nerviosas, más vivaces, las mujeres ya estaban en pie. Algunas, tras
cerrar ventanas y postigos, volvían a acostarse. El día anterior, lunes 3 de junio,
por primera vez desde el comienzo de la guerra habían caído bombas sobre París.
Sin embargo, la gente seguía tranquila. Las noticias eran malas, pero no se las
creían. Tampoco se habrían creído el anuncio de una victoria. «No entendemos
nada», decían. Las madres vestían a los niños a la luz de una linterna, alzando en
vilo los pesados y tibios cuerpecillos: «Ven, no tengas miedo, no llores.» Es la
alerta. Se apagaban todas las lámparas, pero bajo aquel dorado y transparente
cielo de junio se distinguían todas las calles, todas las casas. En cuanto al Sena,
parecía concentrar todos los resplandores dispersos y reflejarlos centuplicados,
como un espejo de muchas facetas. Las ventanas mal camufladas, los tejados que
brillaban en la ligera penumbra, los herrajes de las puertas cuyas aristas relucían
débilmente, algunos semáforos que, no se sabía por qué, tardaban más en
apagarse... El Sena los captaba y los hacía cabrillear en sus aguas. Desde lo alto
debía de parecer un río de leche. Guiaba a los aviones enemigos, opinaban
algunos. Otros aseguraban que eso era imposible. En realidad no se sabía nada.
«Yo me quedo en la cama -murmuraban voces somnolientas-, no tengo miedo.»
«De todas maneras, basta con que nos toque una vez», respondía la gente
sensata.
A través de las vidrieras que protegían las escaleras de servicio de los
edificios nuevos, se veían bajar una, dos, tres lucecitas: los vecinos del sexto
huían de las alturas. Blandían linternas, encendidas pese a las normas. «No tengo
ganas de romperme la crisma en las escaleras. ¿Vienes, Émile?» La gente bajaba
la voz instintivamente, como si todo se hubiera poblado de ojos y oídos enemigos.
Se oían puertas cerrándose una tras otra. En los barrios populares, el metro y
los malolientes refugios estaban siempre llenos, mientras que los ricos preferían
quedarse en las porterías, con el oído atento a los estallidos y las explosiones que anunciarían la caída de las bombas, con el alma en vilo, con el cuerpo en
tensión, como animales inquietos en el bosque cuando se acerca la noche de la
cacería. No es que los pobres fueran más miedosos que los ricos, ni que le
tuvieran más apego a la vida; pero sí eran más gregarios, se necesitaban unos a
otros, necesitaban apoyarse mutuamente, gemir o reír juntos. No tardaría en
hacerse de día; una claridad malva y plata se deslizaba por los adoquines, por los
pretiles del río, por las torres de Notre-Dame. Hileras de sacos de arena
rodeaban los edificios más importantes hasta la mitad de su altura, tapaban a las
bailarinas de Carpeaux de la fachada de la ópera, ahogaban el grito de La
Marsellesa en el Arco de Triunfo...
Se oían cañonazos bastante lejanos, pero, a medida que se acercaban,
todos los cristales temblaban en respuesta. En habitaciones cálidas con las
ventanas cuidadosamente tapadas para que la luz no se filtrara fuera, nacían
criaturas, y su llanto hacía olvidar a las mujeres el aullido de las sirenas y la
guerra. En los oídos de los moribundos, los cañonazos parecían débiles y carentes
de significado, un ruido más en el siniestro rumor que acoge al agonizante como
una ola. Acurrucados contra el cálido costado de sus madres, los pequeños
dormían apaciblemente, chasqueando la lengua con un ruido parecido al del
cordero al mamar. Los carretones de las vendedoras ambulantes, abandonados
durante la alerta, esperaban en la calle, cargados de flores frescas.
El sol, muy rojo todavía, ascendía hacia un cielo sin nubes. De pronto, un
cañonazo sonó tan cerca de París que los pájaros abandonaron lo alto de todos
los monumentos. Grandes pájaros negros, invisibles el resto del tiempo,
planeaban en las alturas, extendiendo al sol sus alas escarchadas de rosa; luego
llegaban los hermosos palomos, gordos y arrulladores, y las golondrinas, y los
gorriones, que brincaban tranquilamente por las calles desiertas. A orillas del
Sena, cada álamo tenía su racimo de pajarillos pardos que cantaban con todas sus
fuerzas. En el fondo de los subterráneos se oyó al fin una llamada muy lejana,
amortiguada por la distancia, una especie de diana de tres tonos. La alerta había
acabado.