El pequeño grupo formado por los Michaud y sus compañeros fue recogido la tarde del viernes. Los subieron a un camión militar. Viajaron en él toda la noche, tumbados entre cajas. Por la mañana llegaron a una ciudad cuyo nombre nunca conocerían. Las vías del tren estaban intactas, les dijeron. Podrían ir directamente a Tours. Jeanne entró en la primera casa que encontró en las afueras y preguntó si podía lavarse. La cocina ya estaba llena de refugiados, que hacían la colada en el fregadero, pero llevaron a Jeanne al jardín para que se aseara en la bomba. Maurice había comprado un espejito provisto de una cadenilla; lo colgó de la rama de un árbol y se afeitó. De inmediato se sintieron mejor, dispuestos a enfrentarse a la larga espera ante el cuartel donde distribuían la sopa y a la aún más larga ante la taquilla de tercera de la estación. Habían comido y estaban cruzando la plaza del ferrocarril cuando empezó el bombardeo. Los aviones enemigos llevaban tres días sobrevolando sin descanso la ciudad. La alerta sonaba constantemente. En realidad era una vieja alarma de incendios que hacía las veces de sirena; su débil y ridículo aullido apenas se oía entre el ruido de los coches, los berridos de los niños y los gritos de la enloquecida muchedumbre. La gente llegaba, bajaba del tren y preguntaba: -Dios mío, ¿es una alerta?
-No, no, es el final -les respondían.
Y cinco minutos después volvía a oírse la débil sonería. La gente se lo tomaba a risa.
Allí todavía había tiendas abiertas, niñas jugando a la rayuela en la acera, perros correteando cerca de la vieja catedral. Nadie hacía caso de los aviones italianos y alemanes que sobrevolaban tranquilamente la ciudad. Habían acabado acostumbrándose a ellos.
De pronto, uno de ellos se separó de los demás y se lanzó en picado sobre la muchedumbre. «Se cae -pensó Jeanne, y luego-: Va a disparar, va a disparar, estamos perdidos...» Instintivamente se llevó las manos a la boca para ahogar un grito. Las bombas cayeron sobre la estación y un poco más allá, en las vías. Los cristales de la cubierta se derrumbaron, salieron despedidos hacia la plaza e hirieron y mataron a cuantos encontraron a su paso. Presas del pánico, algunas mujeres soltaban a sus hijos como si fueran molestos paquetes y salían huyendo. Otras los estrechaban contra su cuerpo con tanta fuerza que parecían querer meterlos de nuevo en su seno, como si ése fuera el único refugio seguro. Una desventurada rodó a los pies de Jeanne: era la mujer de las joyas artificiales. Refulgían en su cuello y sus dedos, mientras la sangre manaba de su destrozada cabeza. Aquella sangre caliente salpicó el vestido de Jeanne, sus medias y zapatos. Por suerte, no tuvo tiempo de contemplar los muertos que la rodeaban. Los heridos pedían auxilio entre los cascotes y los cristales rotos. Jeanne se unió a Maurice y otros hombres que intentaban retirar los escombros, pero era demasiado duro para ella. No les servía de ayuda. Entonces pensó en los niños que vagaban desorientados por la plaza, buscando a sus madres. Jeanne empezó a llamarlos, cogerlos de la mano y llevarlos aparte, bajo el pórtico de la catedral; luego volvía junto a la gente y, cuando veía a una mujer desesperada, chillando y corriendo de aquí para allá, con voz fuerte y templada, tan templada que a ella misma le sorprendía, le gritaba:
-¡Los niños están en la puerta de la catedral! Vaya a buscar al suyo. ¡Quienes hayan perdido a sus hijos, que vayan a buscarlos a la catedral!
Las mujeres corrían hacia el templo. Unas lloraban, otras se echaban a reír, otras lanzaban una especie de aullido visceral, ahogado, que no se parecía a ningún otro grito. Los niños estaban mucho más tranquilos. Sus lágrimas se secaban rápidamente. Las madres se los llevaban apretándolos contra su pecho. Ninguna se detuvo a darle las gracias. Jeanne volvió a la plaza, donde le dijeron que la ciudad no había sufrido grandes daños, pero que un convoy sanitario había sido alcanzado por las bombas cuando entraba en la estación; no obstante, la línea de Tours seguía intacta. El tren se estaba formando en esos momentos y saldría al cabo de un cuarto de hora. Olvidándose de los muertos y los heridos, la gente se precipitaba hacia la estación agarrada a sus maletas y sombrereras, como náufragos a los salvavidas, y se disputaba los asientos. Los Michaud vieron las primeras camillas con soldados heridos. El caos les impidió acercarse y distinguir sus rostros. Los subían a camiones, a coches militares y civiles requisados a toda prisa. Jeanne vio a un oficial acercarse a un camión lleno de niños acompañados por un sacerdote.
-Lo siento mucho, padre -oyó decir al militar-, pero necesito el camión. Tenemos que llevar a los heridos a Blois. -El sacerdote hizo un gesto a los chicos, que empezaron a bajar-. Lo siento mucho, de verdad -repitió el oficial-. Supongo que es un colegio...
-Un orfanato.
-Haré que le devuelvan el camión, si encuentro gasolina.
Los muchachos, adolescentes de entre catorce y dieciocho años, cada cual con su pequeña maleta, bajaban y se agrupaban alrededor del sacerdote.
-¿Vamos? -preguntó Maurice volviéndose hacia ella.
-Sí. Espera. -¿Para qué?
Jeanne trataba de ver las camillas que pasaban entre la muchedumbre. Pero había demasiada gente: no veía nada. A su lado, otra mujer se alzaba de puntillas, como ella. Movía los labios, pero no emitía ninguna palabra inteligible: rezaba o repetía un nombre. Miró a Jeanne.
-Siempre cree una que va a ver al suyo, ¿verdad? -le dijo, y soltó un leve suspiro.
En efecto, no había ninguna razón para que fuera el suyo, y no el de cualquier otra, quien apareciera de pronto ante sus ojos; el suyo, su Jean-Marie, su amor. ¿Estaría en algún sitio tranquilo?
Hasta las batallas más terribles dejan zonas intactas, preservadas entre barreras de llamas.
-¿Sabe de dónde venía ese tren? -le preguntó Jeanne a su vecina. -No.
-¿Hay muchas víctimas?
-Dicen que hay dos vagones llenos de muertos.
Jeanne dejó de resistirse a su marido, que le tiraba de la mano. No sin dificultad, se abrieron paso hasta la estación. Tenían que ir sorteando morrillos, bloques de piedra y montones de cristales rotos. Al fin, consiguieron llegar al tercer andén, que estaba intacto. El tren de Tours, un correo de provincias negro y parsimonioso, esperaba la salida escupiendo humo.
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