Capitulo 22

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-¡Se van!

Hacía días que se esperaba la marcha de los alemanes. La habían anunciado ellos mismos: los mandaban a Rusia. Al conocer la noticia, los franceses los miraban con curiosidad («¿Están contentos? ¿Preocupados? ¿Van a perder o a ganar?»). Por su parte, los alemanes también trataban de adivinar lo que pensaban de ellos. ¿Se alegraban de perderlos de vista? ¿Secretamente les deseaban la muerte a todos? ¿Habría alguien que los compadeciera? ¿Los echarían de menos? No en tanto que alemanes, en tanto que invasores, claro (ninguno era tan ingenuo para planteárselo así); pero ¿echarían de menos a aquellos Paul, Siegfried, Oswald, que habían vivido tres meses bajo sus techos, que les habían enseñado fotos de sus mujeres o sus madres, que habían bebido con ellos más de una botella de vino...? Pero franceses y alemanes se mostraban igual de circunspectos; intercambiaban frases corteses y prudentes: «Así es la guerra... Qué le vamos a hacer... Ya no durará mucho... Esperémoslo así.» Se decían adiós como los pasajeros de un barco en la última escala. Se escribirían. En su día, volverían a verse. Siempre guardarían un buen recuerdo de las semanas que habían pasado juntos. En algún rincón oscuro, más de un soldado le susurraba a una chica pensativa: «Después de la guerra volveré.» Después de la guerra... ¡Qué lejos estaba!

Se iban ese día, 1 de julio de 1941. Lo que más preocupaba a los franceses era saber si el pueblo tendría que acoger a otros soldados; porque en tal caso, se decían con amargura, no merecía la pena cambiar. A éstos ya se habían acostumbrado. Más valía malo conocido...

Lucile fue a la habitación de su suegra para decirle que era definitivo, que habían recibido la orden, que los alemanes se marchaban esa misma noche. Antes de que llegaran otros, cabía esperar al menos unas horas de respiro, que había que aprovechar para facilitar la huida de Benoît. No podían esconderlo en casa hasta que acabara la guerra, ni tampoco mandarlo a la suya mientras el país siguiera ocupado. Sólo había una salida: que cruzara la línea de demarcación. Pero estaba estrechamente vigilada y aún lo estaría más mientras duraran los movimientos de tropas.

-Es muy peligroso, mucho -murmuró Lucile.

Estaba pálida y parecía agotada; hacía varias noches que apenas dormía. Miró a Benoît, de pie frente a ella. Labarie le inspiraba un sentimiento extraño, una mezcla de temor, perplejidad y envidia. Su expresión imperturbable, severa, casi dura, la intimidaba. Era un hombre alto y musculoso de rostro colorado; bajo sus pobladas cejas, los ojos claros tenían una mirada que a veces resultaba difícil sostener. Sus callosas y atezadas manos eran manos de labrador y de soldado que tan pronto removían la tierra como derramaban la sangre, pensó Lucile.

Estaba segura de que ni el remordimiento ni la angustia le quitaban el sueño; para aquel hombre, todo era muy simple.

-Lo he pensado bien, señora Lucile -dijo Labarie en voz baja. Pese a aquellos muros de fortaleza y aquellas puertas cerradas, cuando estaban juntos, los tres se sentían espiados y decían lo que tuvieran que decir muy deprisa y casi en un murmullo-. En estos momentos, nadie me ayudará a pasar la línea. Es demasiado peligroso. Tengo que irme, sí, pero quiero ir a París.

-¿A París?

-En mi regimiento conocí a unos chicos... -Benoît hizo una pausa-. Nos capturaron juntos. Nos evadimos juntos. Trabajan en París. Si consigo localizarlos, me ayudarán. Uno de ellos no estaría vivo ahora mismo si yo no... -Se miró las manos y guardó silencio-. Lo que necesito es llegar a París sin que me trinquen por el camino y encontrar a alguien que me esconda un par de días, hasta que dé con mis amigos.

-No conozco a nadie en París -murmuró Lucile-. De todas maneras, necesitaría documentos de identidad.

-Los tendré en cuanto encuentre a mis amigos, señora Lucile.

Suite FrancesaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora