Capitulo 21

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Desde primera hora de la tarde, el pueblo había adquirido un aspecto alegre. Los soldados habían adornado con hojas y flores los mástiles de la plaza y, sobre el estandarte con la cruz gamada del balcón del alcalde, ondeaban banderolas rojas y negras de papel con inscripciones en letras góticas. Hacía un día espléndido. Una suave y fresca brisa agitaba cintas y banderas. Dos soldados jóvenes y rubicundos arrastraban una carreta rebosante de rosas.

-¿Son para las mesas? -les preguntaron unas mujeres, curiosas.

-Sí -respondieron orgullosos, y uno de ellos eligió un capullo apenas abierto y, con una reverencia, se lo ofreció a una chica que casi se muere de vergüenza.

-Será una bonita fiesta.

-Wir hoffen so. Eso esperamos. Nuestro trabajo nos cuesta -respondieron los soldados.

Los cocineros trabajaban al aire libre preparando los platos para la cena. Se habían instalado bajo los grandes tilos que rodeaban la iglesia, a cubierto del polvo. El chef, de uniforme pero con un gorro alto y un delantal de un blanco inmaculado encima del dolmán, daba los últimos toques a una tarta adornándola con arabescos de nata y trozos de fruta confitada. El aroma a azúcar invadía el aire. Los niños daban gritos de alegría. El chef, que no cabía en sí de orgullo pero no quería demostrarlo, arrugaba el entrecejo y les decía muy serio:

-¡Vamos, apartaos un poco! ¡Con vosotros no hay quien trabaje!

Al principio, las mujeres habían fingido que la tarta no les interesaba.

-¡Bah, les saldrá un churro! No tienen la harina que hace falta.

Pero, poco a poco, se fueron acercando, primero tímidamente, después con toda naturalidad y, por fin, metieron baza con descaro, como suelen hacer las mujeres.

-¡Eh, señor, por este lado no está bastante adornada!

-Lo que le falta es angélica confitada, señor.

Acabaron colaborando en la obra. Apartaron a los embelesados críos y se pusieron a trabajar entre los alemanes alrededor de la mesa. Una picaba almendras, otra machacaba el azúcar...

-¿Es sólo para los oficiales, o también les darán a los soldados? preguntaron.

-Para todos, para todos.

-¡Menos para nosotras! -rezongaron ellas.

El chef levantó en brazos la bandeja de porcelana coronada por la enorme tarta y, con un pequeño saludo, la mostró a la multitud, que rió y aplaudió. La tarta fue depositada con extremo cuidado en una gran tabla que, transportada por dos soldados (uno en cabeza y el otro detrás), tomó el camino del parque. Mientras tanto, los oficiales de los regimientos acantonados en las cercanías llegaban de todas partes haciendo ondear a sus espaldas las largas capas verdes. Los comerciantes los esperaban en la puerta de sus tiendas con una sonrisa. Esa mañana habían subido todas las existencias que les quedaban en los sótanos. Los alemanes compraban todo lo que podían y pagaban sin rechistar. Un oficial arrambló con las últimas botellas de benedictino; otro se gastó doscientos francos en lencería femenina; los soldados se agolpaban ante los escaparates y, enternecidos, contemplaban baberos azules y rosa. Al fin, uno de ellos no pudo aguantar más y, en cuanto se marchó el oficial, llamó a la vendedora y le señaló la ropita de niño. Era un soldado muy joven y de ojos azules.

-¿Chico o chica? -le preguntó la mujer.

-No sé -respondió él con ingenuidad-. Me ha escrito mi mujer. Fue en el último permiso, hace un mes.

Suite FrancesaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora