Cuando las Angellier salían para asistir a vísperas, el oficial que se alojaría en su casa entraba en ella. Se cruzaron en el umbral. El alemán dio un taconazo y saludó. La anciana señora Angellier palideció aún más y, haciendo un esfuerzo, le concedió una muda inclinación de la cabeza. Lucile levantó los ojos y, por un instante, el oficial y ella se miraron. En un segundo, un tropel de ideas cruzó su mente. «¿Y si fuera él quien hizo prisionero a Gastón? ¿A cuántos franceses habrá matado, Dios mío? ¿Cuántas lágrimas se habrán vertido por su culpa? Aunque lo cierto es que, si la guerra se hubiera desarrollado de otro modo, ahora Gastón podría estar entrando en una casa alemana como dueño y señor. Es la guerra, este joven no tiene la culpa.»
Era delgado, de manos bonitas y ojos grandes. Lucile se fijó en sus manos porque estaba sosteniéndoles la puerta. Llevaba un anillo con una piedra oscura y opaca en el anular; un rayo de sol surgido entre dos nubes arrancó un destello púrpura a la piedra y acarició aquel rostro de piel rojiza, curtida por la intemperie y cubierta de un vello suave como el de un melocotón de viña. Los pómulos eran prominentes, de un modelado fuerte y delicado, y la boca, fina y orgullosa. Lucile acortó el paso a su pesar; no podía dejar de mirar aquella mano grande y suave de largos dedos (se la imaginaba sosteniendo un pesado revólver negro, o una metralleta, o una granada, cualquier arma que repartiera muerte con indiferencia), aquel uniforme verde (¿cuántos franceses habrían pasado la noche en vela esperando ver aparecer entre las sombras de unos matorrales un uniforme así?) y aquellas relucientes botas... Se acordó de los soldados del derrotado ejército francés que, un año antes, habían atravesado el pueblo en su huida, sucios, agotados, arrastrando por el polvo sus pesados zapatones. Oh, Dios mío, eso era la guerra... Un soldado enemigo nunca parecía estar solo -un ser humano frente a otro ser humano-, sino acompañado, rodeado por un innumerable ejército de fantasmas, el ejército de los ausentes y los muertos. No se hablaba con un hombre, sino con una muchedumbre invisible; de tal modo que ninguna frase se decía sin más, y tampoco se escuchaba sin más; siempre se tenía esa sensación de no ser más que una boca que hablaba por muchas otras bocas mudas.
«¿Y él? ¿Qué piensa él? -se preguntó Lucile-. ¿Qué siente al poner los pies en esta casa francesa cuyo dueño está ausente, hecho prisionero por él o por sus camaradas? ¿Nos compadece? ¿Nos odia? ¿O entra aquí como en una fonda, pensando solamente si la cama será cómoda y la criada, joven?» Hacía rato que la puerta se había cerrado detrás del oficial; Lucile había seguido a su suegra, había entrado en la iglesia, se había arrodillado en su banco... Pero no podía olvidar al soldado enemigo. Ahora estaba solo en la casa; se había reservado el despacho de Gastón, que tenía una salida independiente. Comería fuera; no lo vería, aunque oiría sus pasos, su voz, su risa. ¡Sí, él podía reír! Estaba en su derecho. Lucile miró a su suegra, que permanecía inmóvil, con la cara oculta entre las manos, y por primera vez aquella mujer a la que no quería le inspiró piedad y una vaga ternura. Se inclinó hacia ella y le dijo con suavidad:
-Recemos el rosario por Gastón, madre.
La anciana asintió con la cabeza. Lucile empezó a rezar con un fervor sincero, pero poco a poco sus pensamientos se le escapaban y regresaban a un pasado cercano y lejano a un tiempo, sin duda debido al siniestro paréntesis de la guerra. Volvía a ver a su marido, aquel hombre grueso y hastiado que sólo se apasionaba por el dinero, las tierras y la política local. Nunca lo había amado. Se había casado con él porque así lo deseaba su padre. Nacida y criada en el campo, lo único que conocía del mundo era lo que había visto durante sus breves estancias en París, en casa de una pariente anciana. La vida en esas provincias del centro es opulenta y salvaje; cada cual vive encerrado en su casa, en su propiedad, recoge su trigo y cuenta su dinero. Las largas comilonas y la partidas de caza ocupan el tiempo libre. Para Lucile, el pueblo, con sus adustas casas protegidas por puertas tan gruesas como las de una prisión, sus salones atestados de muebles, siempre cerrados y helados para ahorrarse el fuego, era la imagen de la civilización. Dejó la casa paterna, perdida en medio del bosque, con un jubiloso entusiasmo ante la idea de vivir en el pueblo, de tener coche, de ir a comer a Vichy de vez en cuando... Educada severa y religiosamente, la adolescente no había sido infeliz, porque para entretenerse le bastaban el jardín, las tareas domésticas y una enorme y húmeda biblioteca llena de libros apolillados que leía a escondidas. Se había casado; había sido una esposa dócil y fría. Gastón Angellier sólo tenía veinticinco años en el momento de la boda, pero aparentaba esa prematura madurez que la vida sedentaria, los excelentes y pesados alimentos con que se atiborra, el abuso del vino y la falta de cualquier emoción viva y auténtica dan al hombre de provincias. Es una seriedad engañosa que sólo afecta a las costumbres y las ideas del individuo, en cuyo interior sigue bullendo la espesa y caliente sangre de la juventud.