La lluvia cesó a la mañana siguiente. El sol iluminaba una tierra tibia, húmeda y feliz. Lucile, que había dormido poco, estaba sentada en un banco del jardín desde primera hora, aguardando el paso del alemán. En cuanto lo vio salir de la casa, fue a su encuentro y le planteó el asunto. Ambos se sentían espiados por la anciana Angellier y la cocinera, por no hablar de las vecinas, que tras sus respectivas persianas observaban a la pareja, de pie en medio de un sendero.
-Si tiene la bondad de acompañarme a casa de esas señoras -dijo el alemán-, haré que busquen en su presencia todos los objetos que reclaman; pero en esa casa abandonada por sus dueños se instalaron varios camaradas nuestros, y me temo que estará en bastante mal estado. Vayamos a ver.
Lucile y el teniente cruzaron el pueblo sin apenas hablar.
Al pasar ante el Hôtel des Voyageurs, Lucile vio flotar el velo negro de la señora Perrin en una ventana. Todo el mundo los observaba con ojos curiosos, pero cómplices y vagamente aprobadores.
Sin duda, sabían que iba a arrancar al enemigo unas migajas de su botín (en forma de dentadura postiza, servicio de té y otros objetos de utilidad práctica o valor sentimental). Una anciana que no podía ver el uniforme alemán sin echarse a temblar, se acercó no obstante a Lucile y le susurró:
-Bien hecho. Ya era hora. Usted, al menos, no les tiene miedo...
El teniente sonrió.
-La toman por Judith yendo a desafiar a Holofernes en su propia tienda. Espero que no tenga usted tan malas intenciones como aquella señora... Bueno, ya hemos llegado. Tenga la bondad de entrar, señora Angellier.
El teniente empujó la pesada verja, en cuyo remate tintineó el melancólico cascabel que en otros tiempos anunciaba las visitas a los Perrin. En un año, el jardín había adquirido un aspecto desolador y, en un día menos hermoso que aquél, le habría encogido el corazón a cualquiera. Pero era una mañana de mayo, al día siguiente de una tormenta. La hierba relucía y las margaritas, los acianos y la miríada de flores silvestres que invadían los senderos estaban empapadas y brillaban al sol. Los arbustos habían crecido desordenadamente, y los húmedos racimos de lilas rozaban con suavidad el rostro de Lucile. La casa estaba ocupada por una decena de soldados jóvenes y por todos los chavales del pueblo, que se pasaban las horas muertas en el vestíbulo (como el de los Angellier, era oscuro, olía levemente a humedad y tenía espejos verdosos y trofeos de caza en las paredes). Lucile reconoció a las dos hijas del carretero, que estaban sentadas sobre las rodillas de un soldado rubio de boca grande y reidora. El pequeño del ebanista montaba a caballo a espaldas de otro soldado. Sentados en el suelo, cuatro mocosos de entre dos y seis años, bastardos de la costurera, trenzaban coronas con miosotis y los olorosos clavelitos blancos que tan ordenadamente bordeaban los parterres en otros tiempos.
Los soldados se levantaron con presteza y se cuadraron en la posición reglamentaria, con la barbilla en alto y el cuerpo tan tenso que las venas del cuello les palpitaban.
El teniente se volvió hacia Lucile.
-¿Sería tan amable de darme su lista? Buscaremos esas cosas juntos. Leyó el papel y sonrió-. Empecemos por el diván. Tiene que estar en el salón. Y el salón estará por aquí, imagino...
El teniente abrió una puerta y entró en una habitación enorme atestada de muebles, unos volcados y los otros destrozados. Los cuadros estaban descolgados y alineados contra las paredes, con el lienzo roto de una patada en no pocos casos. El suelo estaba cubierto de hojas de periódico, puñados de paja (vestigios, sin duda, de la huida en junio de 1940) y cigarros a medio fumar dejados por el invasor. En un pedestal se veía un buldog disecado con una corona de flores secas en la cabeza y el hocico destrozado.