Madeleine Labarie estaba sola en casa, sentada en la sala donde JeanMarie había vivido durante unas semanas. Todos los días hacía la cama en la que dormía el convaleciente.
-¡Déjalo ya! -le decía Cécile, irritada-. Si nadie se acuesta en ella, no sé qué necesidad tienes de cambiar las sábanas, como si esperaras a alguien. ¿Esperas a alguien?
Madeleine no respondía, y a la mañana siguiente volvía a sacudir el enorme colchón de plumas.
Estaba contenta de haberse quedado sola con el bebé, que mamaba con la mejilla apoyada contra su pecho desnudo. Cuando lo cambiaba de lado, tenía una parte de la cara húmeda, roja y brillante como una cereza, y la forma del pecho impresa en la piel. Madeleine lo besó con ternura. «Me alegro de que sea un chico
-se dijo por enésima vez-. Los hombres sufren menos.»
Se estaba amodorrando frente al fuego: nunca dormía lo suficiente. Había tanto trabajo que rara vez se acostaban antes de las diez o las once, y a veces volvían a levantarse en plena noche para escuchar la radio inglesa. Había que estar en pie a las cinco de la madrugada para dar de comer a los animales. Era agradable poder echar una cabezadita esa mañana, con la comida en el fuego, la mesa puesta y todo en orden a su alrededor. La pálida luz de un lluvioso mediodía de primavera iluminaba el verde nuevo de los campos y el gris del cielo. En el corral, los patos parpaban bajo la lluvia y las gallinas y los pavos, pequeñas bolas de hirsutas plumas, se cobijaban tristemente bajo el cobertizo. Madeleine oyó ladrar al perro.
«¿Ya vuelven?», se preguntó.
Benoît había llevado la familia al pueblo.
Alguien cruzó el patio, alguien que no llevaba zuecos como Benoît. Cada vez que Madeleine oía pasos que no eran los de su marido u otro habitante de la granja, cada vez que veía a lo lejos una silueta desconocida, en el momento mismo en que pensaba febrilmente: «No es Jean-Marie, no puede ser él, estoy loca; primero, porque no volverá, y después, porque si volviera, ¿qué más daría, si me he casado con Benoît? No espero a nadie; al contrario, ruego a Dios que JeanMarie no vuelva jamás, porque poco a poco me acostumbraré a mi marido y seré feliz... Dios mío, no sé qué me digo, no sé dónde tengo la cabeza. Si soy feliz...», en el mismo momento en que se decía todo eso, su corazón, que era menos razonable que ella, comenzaba a palpitar con tal violencia que ahogaba todos los sonidos exteriores, hasta el punto de que Madeleine dejaba de oír la voz de su marido, el llanto del niño y el viento bajo la puerta, y el estruendo de sus latidos la ensordecía, como cuando nos zambullimos bajo una ola. Por unos instantes era como si perdiese el conocimiento; luego, cuando volvía en sí, veía al cartero, que traía un muestrario de semillas (y que ese día estrenaba zapatos), o al vizconde de Montmort, el propietario.
-Pero bueno, Madeleine, ¿no das los buenos días? -le preguntaba la señora Labarie, extrañada.
-Creo que la he despertado -decía el visitante, mientras ella se excusaba débilmente y murmuraba:
-Sí, me ha sobresaltado...
¿Despertarla? ¿De qué sueño?
Una vez más, Madeleine fue presa de esa agitación interior, de ese pánico que la paralizaba a la vista del desconocido que entraba (o regresaba) a su vida. Se levantó a medias de la silla y clavó los ojos en la puerta. ¿Un hombre? Eran pasos de hombre, una tosecilla masculina, un aroma a tabaco de calidad... Una mano de hombre, cuidada y blanca, sobre el picaporte; luego, un uniforme alemán. Como siempre, al ver que quien entraba no era Jean-Marie, se llevó una decepción tan grande que se quedó aturdida unos instantes; ni siquiera se le ocurrió abotonarse la blusa. El alemán, un oficial, un joven que no tendría más de veinte años, con el rostro muy pálido y las pestañas, el pelo y el corto bigote igual de claros, de un rubio pajizo y brillante, miró el pecho desnudo, sonrió y saludó con una corrección exagerada, casi insultante. Algunos alemanes sabían imprimir en sus saludos a los franceses una cortesía afectada (¿o tal vez sólo era la impresión del vencido, agriado, humillado, lleno de cólera?). Ya no era una muestra de consideración hacia un semejante, sino la que se testimonia a un cadáver, como el «¡Presenten armas!» ante el cuerpo del condenado al que se acaba de ejecutar.