Los Péricand no habían encontrado alojamiento en la ciudad, pero en un pueblo cercano, dos viejas solteronas que vivían enfrente de la iglesia tenían una enorme habitación libre. Los niños, que se caían de sueño, se acostaron vestidos. Con voz angustiada, Jacqueline pidió que dejaran el cesto del gato a su lado. Se le había metido en la cabeza que se escaparía, que lo perderían, que lo olvidarían, que se moriría de hambre por los caminos. Introdujo la mano entre los barrotes del cesto, que formaban una especie de ventanilla por la que se veía un ojo verde y reluciente y unos largos bigotes erizados de cólera, y sólo entonces se quedó tranquila. Emmanuel lloraba, asustado en aquella habitación desconocida e inmensa, por la que las dos viejas solteronas revoloteaban como moscardones, gimoteando: «¡Cuándo se ha visto una cosa así! ¡Qué pena, Dios mío! Pobres criaturitas inocentes... Pobre angelito mío...» Tumbado boca arriba, Bernard las miraba con expresión seria y abstraída, chupando el azucarillo que llevaba desde hacía tres días en el bolsillo, donde el calor lo había fundido con una mina de lápiz, un sello usado y un trozo de cordel. La otra cama de la habitación estaba ocupada por el viejo señor Péricand. La señora Péricand, Hubert y los criados pasarían la noche en las sillas del comedor.
Por las ventanas abiertas se veía un pequeño jardín iluminado por la luna. Un apacible resplandor bañaba los aromáticos racimos de azucena y los plateados guijarros del sendero, por el que una gata avanzaba sigilosamente. En el comedor, los refugiados oían la radio junto con algunos vecinos del pueblo. Las mujeres lloraban. Los hombres bajaban la cabeza, silenciosos. No sentían desesperación propiamente dicha, sino más bien una especie de incapacidad para comprender, un estupor como el que, cuando estamos soñando, experimentamos en el momento en que las tinieblas de la inconsciencia van a disiparse, en que el día se acerca, en que lo presentimos, en que todo nuestro ser se dirige hacia la luz, en que pensamos: «No es más que una pesadilla, voy a despertar.» Permanecían inmóviles, con la cabeza vuelta para evitar los ojos de los demás. Cuando Hubert apagó la radio, todos los hombres se marcharon sin decir palabra. En el comedor sólo quedaba el grupo de mujeres. Se oían sus murmullos, sus suspiros; lloraban las desgracias de la Patria, a la que veían con los amados rasgos de los maridos y los hijos que seguían luchando. Su dolor era más visceral que el de sus compañeros, más simple y también más locuaz; lo aliviaban con recriminaciones y exclamaciones: «Tantos sufrimientos ¡para esto! Para acabar así... ¡Qué desgracia! Nos han traicionado, señora, se lo digo yo... Nos han vendido, y ahora el que sufre es el pobre... »
Hubert las escuchaba con el puño apretado y el corazón rabioso. ¿Qué hacía él allí? «Hatajo de viejas cotorras», se decía. ¡Ah, si tuviera un par de años más! En su espíritu, hasta entonces tierno y ligero, más joven que su edad, despertaban de pronto las pasiones y las torturas del hombre adulto: angustia patriótica, un ardiente deseo de sacrificio, vergüenza, dolor y cólera. Al fin, por primera vez en su vida, una aventura era lo bastante seria como para apelar a su responsabilidad, pensaba Hubert. No bastaba con llorar ni hablar de traición; él era un hombre. No tenía la edad legal para luchar, pero sabía que era más fuerte, más resistente al cansancio, más hábil, más listo que aquellos viejos de treinta y cinco y cuarenta años a los que habían mandado al frente, y además era libre. ¡A él no lo retenía ninguna familia, ningún amor!
-¡Oh, quiero ir! -murmuró-. ¡Quiero ir! -Corrió junto a su madre, la cogió de la mano y se la llevó aparte-. Madre, deme provisiones, mi jersey rojo que está en su bolso, y... un beso. Me voy -le dijo.
Se ahogaba. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Ella lo miró y comprendió.
-Vamos, hijo mío, no seas loco...
-Me voy, madre. No puedo quedarme aquí... Si tengo que quedarme aquí, como un inútil, con los brazos cruzados mientras... ¡Me moriré, me mataré! ¿No comprende que los alemanes llegarán, reclutarán a todos los chicos a la fuerza y los obligarán a luchar en su bando? ¡No quiero! Deje que me vaya.