Los Péricand llevaban cerca de una semana en la carretera. Habían tenido mala suerte. Una avería los había retenido dos días en Gien. Poco después, en aquel caos y apresuramiento indescriptibles, habían chocado con la camioneta en la que iban los criados y el equipaje. Eso había ocurrido en los alrededores de Nevers. Por fortuna para los Péricand, no había rincón de provincias donde les fuera imposible encontrar algún amigo o pariente con una gran casa, un hermoso jardín y la despensa llena. Así pues, un primo de la rama Maltête-Lyonnais los había acogido, pero el pánico iba en aumento, se extendía de ciudad en ciudad como un incendio. Los Péricand repararon el coche como pudieron y al cabo de cuarenta y ocho horas reemprendieron la marcha. El sábado a mediodía quedó claro que el vehículo no llegaría muy lejos sin que lo examinaran y repararan de nuevo. Se detuvieron en una pequeña ciudad un poco apartada de la carretera principal, con la esperanza de encontrar alojamiento. Pero las calles estaban atestadas de vehículos de todas clases; los chirridos de los maltratados frenos hendían el aire; la plaza, situada junto al río, parecía un campamento de gitanos; los hombres, exhaustos, dormían en el suelo o se lavaban en la orilla. Una joven había colgado un espejito en el tronco de un árbol y se estaba maquillando y peinando de pie ante él. Otra lavaba pañales en la fuente. En las puertas de sus casas, los vecinos contemplaban aquel espectáculo con expresiones de estupor.
-¡Pobre gente! Señor, lo que hay que ver... -decían con piedad y un íntimo sentimiento de satisfacción: aquellos refugiados venían de París, del norte, del este, de provincias asoladas por la invasión y la guerra. Pero ellos vivían bien tranquilos; los días pasarían y los soldados lucharían mientras el ferretero de la calle mayor y la señorita Dubois, la mercera, seguían vendiendo sus ollas y sus cintas, tomando sopa caliente en sus cocinas y cerrando la pequeña cerca de madera que separaba su jardín del resto del mundo al llegar la noche.
Por la mañana, a primera hora, los coches se abastecían de gasolina, que empezaba a escasear. La gente pedía noticias a los refugiados. No sabían nada. Alguien aseguró que «esperaban a los alemanes en las montañas de Morvan». Sus palabras fueron acogidas con escepticismo.
-Hombre, en el catorce no llegaron tan lejos... -dijo el grueso farmacéutico meneando la cabeza, y todo el mundo asintió como si la sangre vertida en la Gran Guerra hubiera formado una mística barrera capaz de detener al enemigo por los siglos de los siglos.
Seguían llegando coches y más coches.
-¡Qué cansados parecen! ¡Qué calor deben de estar pasando! -decía la gente, pero a nadie se le ocurría invitar a su casa a alguno de aquellos desventurados, dejarlo entrar en uno de aquellos pequeños paraísos de sombra que se adivinaban vagamente detrás de las casas, con su banco de madera bajo un cenador, sus groselleros y sus rosas.
Había demasiados refugiados. Había demasiados rostros cansados, demacrados, sudorosos; demasiados niños llorando, demasiados labios temblorosos que preguntaban: «¿No sabrá usted dónde podríamos encontrar una habitación o una cama?» «¿Podría usted indicarnos un restaurante, señora?» Era como para desalentar la caridad. Aquella multitud miserable ya no presentaba rasgos humanos; parecía una manada en estampida. Una extraña uniformidad se extendía sobre ellos. La ropa arrugada, los rostros exhaustos, las voces roncas, todo los asemejaba. Todos hacían los mismos gestos, todos decían las mismas frases. Al salir del coche, se tambaleaban como si hubieran bebido y se llevaban la mano a la frente, a las sienes doloridas. «¡Qué viaje, Dios mío!», suspiraban. «Estamos guapos, ¿eh?», ironizaban. «De todas maneras, parece que allí la cosa va mejor», decían señalando un punto invisible en la lejanía.
La señora Péricand había detenido su convoy ante un pequeño café cerca de la estación. La familia sacó una cesta de provisiones y pidió cerveza. En una mesa cercana, un niño muy guapo vestido con un elegante y arrugado abrigo verde se comía plácidamente una rebanada de pan con mantequilla. En la silla contigua, un bebé berreaba en un cesto de ropa. Con su ojo clínico, la señora Péricand se percató al instante de que aquellos niños eran de buena familia y se podía hablar con ellos. Así que dirigió unas palabras afectuosas al del abrigo verde y, cuando la joven madre apareció, entabló conversación con ella. La mujer, que era de Reims, lanzó una mirada de envidia a la apetitosa merienda de los pequeños Péricand.