Alguien llamaba tímidamente a la puerta de la cocina con débiles golpes que ahogaba el ruido de la lluvia. «Unos críos que querrán protegerse de la tormenta», se dijo Marthe. Pero cuando fue a abrir se encontró con Madeleine Labarie, con el paraguas chorreando en la mano. Por un instante, la cocinera se quedó mirándola boquiabierta. La gente de las granjas no bajaba al pueblo más que para asistir a misa mayor los domingos.
-Pero ¿qué te pasa? ¡Entra, deprisa! ¿Va todo bien en casa?
-¡No! ¡Ha ocurrido una desgracia terrible! Me gustaría hablar con la señora enseguida -respondió Madeleine bajando la voz.
-¡Ave María purísima! ¡Una desgracia! ¿Con quién quieres hablar, con la señora Angellier o con la señora Lucile?
Madeleine dudó.
-Con la señora Lucile. Pero ve con cuidado... No quiero que ese maldito alemán se entere de que he venido.
-¿El teniente? Está en la requisa de caballos. Acércate al fuego, qué estás empapada. Yo voy a buscar a la señora.
Lucile estaba acabando su solitaria cena. Tenía un libro abierto sobre el mantel.
«Pobres muchachas... -se dijo Marthe con un súbito destello de lucidez-. Esto no es vida para ellas. La una sin marido desde hace dos años y la otra...
¿Qué desgracia ha podido ocurrir? ¡Otra marranada de los alemanes, seguro!» Marthe comunicó a Lucile que preguntaban por ella.
-Madeleine Labarie, señora. Le ha ocurrido una terrible desgracia... No le gustaría que la vieran.
-Tráela aquí. Bru... ¿El teniente Von Falk todavía no ha vuelto?
-No, señora. Pero cuando llegue oiré el caballo. Avisaré a la señora.
-Sí, eso es. Ve.
Lucile esperaba con el corazón palpitando. Muy pálida y todavía jadeando, Madeleine Labarie entró en el comedor. El pudor y la cautela de la campesina pugnaban en su interior con la angustia que la embargaba. Le dio la mano a Lucile, murmuró, según la costumbre, «¿No la molestaré?» y «¿Todo bien por aquí?» y luego, en voz muy baja y haciendo terribles esfuerzos para contener las lágrimas, porque en público no se llora, salvo a la cabecera de un muerto (el resto del tiempo hay que saber comportarse y ocultar a los demás no sólo las penas, sino también las alegrías demasiado grandes):
-¡Ay, señora Lucile! ¡No sé qué hacer! Vengo a pedirle consejo porque estamos perdidos, señora. Esta mañana los alemanes han venido a detener a Benoît.
-Pero ¿por qué? -exclamó Lucile.
-Se supone que porque tenía una escopeta escondida. Como todo el mundo, figúrese usted... Pero no han ido a casa de nadie, sólo a la nuestra. Benoît les dijo: «Busquen.» Y ellos han buscado y han encontrado. Estaba escondida entre el heno, en el viejo comedero de las vacas. Nuestro alemán, el que vive en nuestra casa, el intérprete, estaba en la sala cuando los hombres de la Kommandantur volvieron con la escopeta y le dijeron a mi marido que los siguiera. «Un momento», respondió Benoît. «Esa escopeta no es mía. Es de algún vecino que la ha escondido ahí para después denunciarme. Déjenmela y se lo demostraré.» Hablaba con tanta naturalidad que los soldados no desconfiaron. Mi Benoît cogió la escopeta, hizo como que la examinaba y de pronto... ¡ay, señora Lucile, los dos tiros salieron casi a la vez! El primero mató a Bonnet y el segundo a Bubi, un perro pastor enorme que acompañaba a Bonnet...